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La camarista. Dir. Lila Avilés

El primer largometraje de Lila Avilés demuestra una innegable seguridad detrás de la cámara, probablemente adquirida a través de su experiencia como actriz.

El primer largometraje de Lila Avilés demuestra una innegable seguridad detrás de la cámara, probablemente adquirida a través de su experiencia como actriz, sin embargo es la sensibilidad inherente en el relato de Eve (Gabriela Cartol), la titular camarista, lo que hace de la cinta algo extraordinario.

Con un plano fijo dentro de una habitación del lujoso Hotel Presidente, Avilés establece el tedioso y, paradójicamente, frenético, día a día de Eve, mientras esta recoge basura, limpia y cambia blanquería una y otra vez. En su recorrido por los cuartos de hotel se encuentra con (lo que aparenta ser) un cuerpo inerte, acumuladores compulsivos, vestigios de Japón, una aburrida madre primeriza y un judío en Sabbat. La constante en todos estos encuentros es la invisibilidad de Eve ante los ojos del otro. Ella solo parece ser un fantasma al servicio de los demás.

A solas, entre sus descansos, clases de prepa abierta, horas de comida, llamadas telefónicas a su pequeño hijo y duchas rápidas, descubrimos la vida de Eve, sus aspiraciones (obtener un puesto en el piso 42) y sus pequeños deseos (recibir el vestido rojo rezagado en “lost an faun”).

Los encuentros con compañeros y un posible romance laboral son tan naturales y se desarrollan de manera orgánica dentro de una narrativa que transforma la cotidianeidad en algo absolutamente fascinante de admirar.

El éxito en la dirección de Avilés radica en su minimalismo y restricción, que capturan la monotonía y la asfixiante claustrofobia en la que vive Eve. El hotel mismo se convierte en otro personaje, uno con dos caras, la que exhibe a sus privilegiados huéspedes y la de los que lo operan bajo las sombras, en comedores subterráneos, lavanderías infinitas atiborradas por montañas de blanquería y ahogadas por los ensordeceros zumbidos de las máquinas, que son, a la vez, las entrañas del edificio y una especie de infierno personal.    

El retrato cuasi neorrealista que pinta Avilés parece ser el otro lado de la moneda de la cinta de Cuarón, una especie de respuesta al retrato preciosista que es Roma, y en el que se puede encontrar un personaje más completo y complejo que el de la idealizada Cleo.

El trabajo de Avilés tiene más en común con lo que la directora Chantal Ackerman plasmo en Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), una muy medida (y restringida) tragedia femenina, que resulta dolorosamente fascinante.

Como el de Ackerman, el hechizo que logra Avilés sobre el espectador es cautivador, transportándolo a un mundo tan cercano y tan desconocido que aparentaría ser (y lo es para muchos) una realidad aparte. El hotel es una ventana entre dos mundos, un microcosmos dentro del cual se pueden observar las deplorables relaciones de clase que se han perpetuado en nuestra sociedad. En un breve viaje de elevador se escucha el insulso intercambio en francés de dos hermosas mujeres, mientras Eve está absorta en sus problemas personales (¿Podrá salir a ver a su hijo hoy? ¿Obtendrá su ascenso?).

La denuncia (feminista) de una esclavitud que nos rodea, que sigue vigente y que hace posible la cómoda y privilegiada vida de múltiples “amos” blancos, a través de la explotación y sufrimiento de otros, que hace Avilés, es, en momentos, conmovedora y en los más, incómoda. Pero en una “industria” nacional plagada de productos deplorables y “omares chaparro”, hacen falta cintas como esta, que nos hagan sentir incómodos, que naveguen un amplio rango de emociones y presionen heridas olvidadas.

Como lo hizo Alejandra Márquez con Las niñas bien, presentando un aspecto especifico de la experiencia femenina nacional para hablar de nuestra sociedad, ahora Lila Avilés da un segundo golpe contundente, para jalar aún más el telón y revelar lo que se ha escondido detrás por tanto tiempo.

Estas son las voces femeninas que necesitamos y que hoy nos brindan las mejores películas nacionales del año. 

“Hay que dar el primer paso”.

*El autor es editor y escritor en Sadhaka Studio.

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