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Juan Martínez: artista marginal

En los años sesenta del siglo XX Tijuana atrajo no sólo a los turistas de paso.

En los años sesenta del siglo XX Tijuana atrajo no sólo a los turistas de paso. A esta ciudad llegaron toda clase de artistas, especialmente creadores marginados que no deseaban participar en asociaciones de escritores, en seminarios de cultura, en grupos artísticos de cara a la sociedad. Eran escritores y pintores para los que el prestigio era un escupitajo, una afrenta, una mentada de madre. Estos creadores vivieron la frontera a sus anchas, como una dimensión desconocida donde podían perderse sin dar explicaciones porque, para aquellos tiempos, la frontera comenzaba a llenarse de hippies, de gurúes, de veteranos de la guerra de Vietnam. La locura aquí era bienvenida y el trastocamiento de los sentidos una experiencia diaria, un placer compartido. En ese ambiente, ajena a las actividades de los poetas de la Californidad, a los discursos oficiales en fechas cívicas, a los juegos florales y a la retórica regionalista, el arte parecía una comuna donde cada quien era libre de vivir la realidad a su antojo, de convertir el arte en un monólogo iracundo, en una experiencia mística, creando obras que no se sujetaban a las reglas establecidas, que no atendían a las leyes en uso. Y uno de esos creadores que mejor aprovechó su estancia en esta región limítrofe de nuestro país fe un hijo pródigo de una familia que representaba la crema y nata de la intelectualidad mexicana. Juan Martínez, poeta y pintor trashumante, era medio hermano menor de José Luis Martínez (1918-2007), uno de los más reconocidos críticos e historiadores de la literatura mexicana de mediados del siglo XX. Pero Juan Martínez no quería seguir los pasos de su pariente y codearse con autores como Agustín Yáñez, Mariano Azuela o Martín Luis Guzmán. La suya era una vida en fuga, un espíritu libre, sin constricciones de ninguna especie. Ante la voracidad del mundo, su actitud era de quietud. Ante la rigidez de la vida, su respuesta era el vértigo. Nacido en Tequila, Jalisco, en 1933, murió en Guadalajara en 2007, pero el núcleo creativo de su obra poética y pictórica lo hizo en su estancia en Tijuana, donde perfeccionó el dictado de sus versos, como el iluminado que era, como el profeta de la luz en las tinieblas de su tiempo. Y en nuestro poeta, esto puede verse tanto en su vida nómada, en sus actitudes iconoclastas, en su apartamiento del mundo para encontrarse a sí mismo y descubrir las fuentes de lo sagrado en su propia cabeza, como en su poesía, especialmente en la escrita en Tijuana en los años (1962-1982) en que vivió en ella y en donde publicó su poemario Ángel de fuego en 1978. Una poesía primigenia, genésica, llena de cosmos por explorar. Hay en su obra una fantasmagoría que retiene sus poderes mágicos, sus ritos ancestrales. Poesía fronteriza no por su ubicación geográfica sino por su postura espiritual, que surge entre dimensiones dispares, entre cruzamientos milagrosos. Como lo dijera el poeta Alberto Blanco (La jornada, 20-I-2007): “Cuando lo conocí, Juan llevaba años viviendo en las calles de Tijuana. Se dice fácil. Para cualquiera que conozca Tijuana, esta sola aseveración debe generar escalofríos. Vivir en las calles de Tijuana sin manejar dinero, ¿cómo es posible? Juan se pasaba días recorriendo las calles, los talleres, las playas le fascinaba nadar interminables horas en las heladas aguas del Pacífico y las noches en los cafés que pespunteaban la avenida Revolución. En uno de esos cafés, una noche memorable, nos dictó a un grupo de amigos su incomparable Angel de fuego. No sé cuánto tiempo lo había traído en su memoria, pero decidió esa noche compartirlo con nosotros.” Con el tiempo, la fama de Juan Martínez ha crecido. Lo marginal se ha vuelto central en la cultura nacional. Los poetas que andaban por la libre (pienso en Mario Santiago, en Orlando Guillén, en José Vicente Anaya) se volvieron figuras a emular, ejemplos a seguir. Lo alternativo ganó prestigio y estatus cultural en las letras mexicanas. Ahora la poesía de nuestro autor se toma en cuenta, como el monolito de la película 2001: una odisea espacial (1968), su silenciosa presencia nos habla a todos y al hablarnos marca la ruta del futuro, el caos que nos espera, la azarosa sabiduría que baila en sus prodigios, que canta desde la incertidumbre de sus versos.

*- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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