Impunidad y cinismo
Un rasgo notoriamente impulsor que lleva a tramar y ejecutar un acto inmoral se llama impunidad cuya esencia estriba, embrollos más tortuosidades menos, en no castigar ni aplicar sanción alguna a los deshonestos no importa si dichos impulsos terminan convirtiéndose en desgarradora epidemia.
Un rasgo notoriamente impulsor que lleva a tramar y ejecutar un acto inmoral se llama impunidad cuya esencia estriba, embrollos más tortuosidades menos, en no castigar ni aplicar sanción alguna a los deshonestos no importa si dichos impulsos terminan convirtiéndose en desgarradora epidemia.
La sobrada indecencia frente a la falta de pudor, en cuanto distintivo histórico, ha sido moneda de uso común y corriente desde el poder medieval absolutista (la iglesia es su mejor estampa) como al interior de la llamada democracia representativa con el disparejo de que allá el ejercicio se constreñía al Rey y al papado mientras, aquí, la impunidad cruza un pantano de influencias, favores, dinero y bienes, de múltiples actores donde leyes, reglamentos, jueces y abogados se cobijan unos a otros ya que el estado de derecho, tal sucede en México, al dejar de ser parejo se aplica a unos (a los indefensos) mientras a otros (a los mafiosos) se les garantiza protección y amparo.
Por eso en nuestro país impunidad y corrupción succionan de un mismo cordón umbilical ya que las instituciones, en sentido amplio y restringido, se retroalimentan a través de un tráfico de influencias intocable, ciego y sordo sintetizado en cifras que, aparte de los obstáculos legaloides para entorpecer denuncias, dan cuenta de cómo sobre el mayúsculo número de querellas expuestas solo investigan unas cuantas, y de estas, se ejecutan menos persuadiendo a los agraviados de estar enfrentando a un inútil, costoso y riesgoso reclamo de justicia apegado a un sistema intencionalmente sesgado, tortuoso y ensopado de groseros desatinos por tratarse de exculpar a los culpables.
Precisamente la suma, diversidad, tenacidad e inagotables latrocinios solapados por el régimen han sido severamente despóticos pues sus excesos jamás han conocido linderos, no digamos judiciales, sino morales ya que la recurrente ladronería ni siquiera ha sido objeto del sensato desprecio de un ciudadano que desmemoriado y apático, en lo individual o colectivo, una y otra vez los tolera o apoya, dicho electoralmente, menoscabando con más razón cualquier eventualidad ética: la vieja y sórdida existencia del gansterismo sindical charro son el más acabado ejemplo de la promiscua impunidad, artera corrupción y rebosante trasiego del enraizado pensar y ser malandrín institucional.
En el susodicho pandemonio los bajacalifornianos continuamos cargando sobre las espaldas una burocracia gobernante, ahora representada por el primor y lo más aberrante de la clase política regional marcada, por si fuera poco, mediante individuos conocidos por incorregibles en base a su transitar indecoroso en los quehaceres públicos y privados donde, precisamente, lo más notable lo representa el carácter faccioso y consecuente proceder impune cada ocasión destinada a enfrentar determinados actos de corrupción, que si algo faltara o sobrara, como pocas veces la insolencia de los cínicos brilla en todo su esplendor y valemadrismo: de los insultantes “moches” al comercio de influencias el camino continúa empedrado.
Encajonados en un presente político y social enrarecido, el futuro se antoja incierto a no ser que los más se animen a transformar la imperante realidad…
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