Edición México
Suscríbete
Ed. México

El Imparcial / Columnas / Columna Tijuana

Humor dominical

La esposa de don Inepcio le pidió: “Habla con nuestro hijo acerca de la cuestión del sexo. Ya cumplió 18 años”. “Mujer -opuso don Inepcio-. A esa edad los muchachos de hoy lo saben todo acerca del sexo”.

La esposa de don Inepcio le pidió: “Habla con nuestro hijo acerca de la cuestión del sexo. Ya cumplió 18 años”. “Mujer -opuso don Inepcio-. A esa edad los muchachos de hoy lo saben todo acerca del sexo”. “Precisamente -insistió la señora-. Habla con él, a ver si aprendes algo”. La señorita Peripalda tenía un perico. El infamado loro poseía un vastísimo repertorio de palabras fuertes, aprendidas en el lupanar donde había estado antes de pertenecer a la piadosa catequista. Sabía decir “cabrón”, “pendejo” -pronunciaba “pindejo”-, y con la mayor desfachatez repartía a diestra y a siniestra la maldición mayor, la de la madre. Eso mortificaba mucho a la señorita Peripalda, sobre todo porque los domingos la visitaba el padre Arsilio, cura de la parroquia, y ella le ofrecía un modesto piscolabis de piononos con una copita de vermú. Le preocupaba, entonces, que el cotorro fuera a decir sus badomías en la presencia del amable sacerdote, y para tal efecto poco antes de la llegada del presbítero la señorita Peripalda cubría la jaula del perico con un lienzo. El pajarraco suponía que había caído ya la noche y se dormía, y así la catequista se evitaba la vergüenza de los dicterios del cotorro. Sucedió que un domingo el padre Arsilio hizo su acostumbrada visita dominical, y la catequista, como solía hacer, cubrió con el trapo la jaula del perico. Al día siguiente el cura le anunció que la visitaría de nuevo para tratarle un asunto urgente de la Cofradía de la Reverberación. Entonces la señorita Peripalda volvió a a tapar con rapidez la jaula. El cotorro exclamó entre sorprendido y enojado: “¡Uta! ¡Qué jodida semana tan corta!”. Hubo elección de alcalde en Cuitlatzintli. Se presentaron dos candidatos, uno apoyado por el pueblo y el otro movido por los ricos del lugar. Hubo un debate. El candidato popular le preguntó a su adversario: “Y ¿por qué no dices nada acerca de la poderosa fuerza que te tiene sometido y a la que obedeces siempre?”. Estalló, furioso el otro: “¡Con mi esposa no te metas!”. Don Chinguetas invitó a cenar en restorán a una linda chica. La muchacha revisó la carta -vio primero la columna de la derecha, la de los precios-, y anunció: “Supongo que pediré la ensalada Waldorf, la langosta Thermidor y una botella de champaña”. Le sugirió Chinguetas: “¿Por qué no supones otra vez?”. Pepito le dijo con orgullo a su mamá: “Ya sé a dónde se va la cigüeña después de traerte los bebés”. La señora preguntó, nerviosa: “¿A dónde se va?”. Respondió el precoz chiquillo: “Se mete en el pantalón de mi papi”. Don Usurino Matatías estaba en el lecho de su agonía final. Con vez feble llamó a su esposa y a sus hijos: “Voy a decirles mis cuentas pendientes. Apunten”. El hijo mayor tomó papel y lápiz y se dispuso a anotar. “Mi compadre Terebinto -empezó el agonizante- me debe 10 mil pesos. Don Godardo me debe 5 mil, y doña Gerinelda mil. Cobren ese dinero”. “¡Apunta, hijo, apunta! -dijo la señora-. ¡Qué memoria la de tu padre! ¡Qué extraordinaria lucidez!”. Continuó don Usurino: “Por mi parte yo le debo 50 mil pesos a don Pecunio. Sólo él y yo sabemos de esa deuda, y no hay ningún papel firmado, pero quiero que por mi honor paguen ustedes esa cantidad”. “¡Ya no apuntes, hijo! -se apresuró a decir la mujer-. ¡Tu pobre padre ha empezado a delirar!”. Don Frustracio le confió a un amigo: “Mi mujer me pide siempre que apague todas las luces antes de hacer el amor”. “¿Qué tiene eso de raro? -comentó el otro-. Son muchas las mujeres que prefieren hacer el amor a oscuras”. “Es cierto -admitió don Frustracio-. Pero después de que apago la luz ella se esconde, y tengo que buscarla a tientas por toda la casa”. FIN.

En esta nota