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Henry Alric y la ley del revólver

El siglo XIX vio a una Baja California abandonada por los sucesivos gobiernos mexicanos. Las tierras fronterizas debían cuidarse solas mientras federalistas y centralistas, liberales y conservadores, republicanos y monárquicos peleaban por el poder en el centro del país.

El siglo XIX vio a una Baja California abandonada por los sucesivos gobiernos mexicanos. Las tierras fronterizas debían cuidarse solas mientras federalistas y centralistas, liberales y conservadores, republicanos y monárquicos peleaban por el poder en el centro del país. Cada vez que los bajacalifornianos pedían apoyo a la capital, la respuesta llegaba con años de atraso y eso si llegaba. Había, pues, que rascarse con las propias uñas y afrontar sin más recursos que los propios las dificultades de vivir tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos del interés de los gobiernos mexicanos en turno. Estas condiciones adversas hicieron de nuestra entidad una especie de viejo oeste a la mexicana, es decir, una tierra sin más ley que la del más fuerte, un territorio de rancheros armados hasta los dientes y de gatilleros que disparaban a la menor provocación. Era un mundo cuya norma de vida era la existencia precaria y la violencia como forma de vida. La ley del revólver en una entidad sin autoridades suficientes para controlar toda clase de desmanes.

A la vez, la fiebre del oro en California atrajo a toda clase de personas, especialmente aventureros y criminales que buscaban rehacer sus vidas en estos lares. Americanos, ingleses, chinos, franceses, sudamericanos, polacos, alemanes, irlandeses, italianos, españoles y mexicanos trabajaban de sol a sol y se emborrachaban de luna a luna. Las peleas, las violaciones, los duelos, las emboscadas, los asesinatos a mansalva estaban a la orden del día. No era un lugar tranquilo para vivir. Pero era un mundo lleno de posibilidades para enriquecerse rápido y morir pronto. Un testigo de esta época fue el abate francés, Henry Jean Antoine Alric (1805-1883), quien escribió sus aventuras por la Baja California de 1850 a 1860 en su libro Apuntes de un viaje por los dos océanos, el interior de América y de una guerra civil en el norte de Baja California (1869).

Nacido el 28 de noviembre de 1805 en Aveyron, Francia, Henry Jean-Antoine Alric fue un aventurero de los pies a la cabeza, un sacerdote que se hizo a la mar en 1850, como capellán del barco Anne-Louise, que zarpó rumbo a Norteamérica lleno de europeos que iban a San Francisco para participar en la fiebre del oro. Primero fue enviado, en 1851, a cubrir Baja California y Sonora, siendo autorizado por la diócesis de San Diego para atender, a partir de 1856, a los feligreses del lado mexicano de la frontera en forma itinerante. En Baja California permaneció hasta 1865, durante un periodo que va, en términos mexicanos, de la guerra de Reforma hasta la intervención francesa. Tal vez el mejor testimonio con que contamos para hacernos una idea de cómo era esta nueva y peligrosa realidad fronteriza sea el libro de este sacerdote francés, donde relata, entre muchas otras aventuras, dos viajes que hizo con vívidas descripciones de paisajes y personas: en 1857 pasó de la sierra de Santa Catarina al delta del Río Colorado y en 1860-1861 viajó de la misión de San Diego a Sonoyta, Sonora antes de seguir rumbo al centro del país. En el primer viaje, Alric tuvo “necesariamente que viajar y trabajar día y noche; dormir en los desiertos, sufrir de hambre, de sed y de todas las privaciones inherentes a la vida del desierto, y todo eso sin retribución alguna. Muy a menudo tuve que cruzar regiones áridas, abruptas y salvajes; exponerme en una palabra a todos los peligros en una región casi inhabitada y sujeta a las excursiones frecuentes de los indios bárbaros”.

Alric también era un observador perspicaz de la naturaleza y pudo constatar que “el aspecto de pobreza y de miseria que se encuentra casi en todas partes es impresionante” y advertía que la gente debía soportar condiciones precarias de aquellos tiempos y, además, tenía que lidiar con la presencia de forajidos y bandidos que hacían de la frontera su refugio, su guarida. Por eso su obra es un trabajo que permanece vivo y vigente: porque nos describe la existencia fronteriza como si estuviera escribiendo una novela de vaqueros, una saga de donde sólo contaba la ley del revólver. Su historia es el relato de Baja California como aventura en el viejo oeste mexicano: en asedio permanente. Con sombrero y a balazos. Con la vida pendiendo siempre de un hilo.

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