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El río Colorado y sus lecciones

De todos los libros escritos por misioneros sobre nuestra península durante el siglo XVIII, el que sobresale por su riguroso clasicismo escritural es la Historia de la Antigua o Baja California de Francisco Javier Clavijero.

De todos los libros escritos por misioneros sobre nuestra península durante el siglo XVIII, el que sobresale por su riguroso clasicismo escritural es la Historia de la Antigua o Baja California de Francisco Javier Clavijero.

Baste un ejemplo para aquilatar su poder de síntesis, su prosa plena de adjetivos precisos y noticias pertinentes, como cuando dice que “El aspecto de la California es, generalmente hablando, desagradable y hórrido, y su terreno quebrado, árido, sobremanera pedregoso y arenoso, falto de agua y cubierto de plantas espinosas donde es capaz de producir vegetales, y donde no, de inmenso montones de piedras y de arena.

El aire es caliente y seco, y en los dos mares pernicioso a los navegantes…Los torbellinos que a veces se forman son tan furiosos, que desarraigan los árboles y arrebatan consigo las cabañas. Las lluvias son tan raras, que si caen en el año dos o tres aguaceros, se tienen por felices los californios”.

Esta descripción de un país duro, hostil, agreste, que todo lo que ofrece es dolor y desconsuelo. Así, al mencionar el río Colorado, Clavijero afirma que “aunque es río grande, como está en la extremidad de la península y separado de ella por altas montañas, casi de nada puede servirle.

En esta extremidad del golfo los buques mayores no pueden acercarse a la embocadura por falta de profundidad, ni los menores pueden pasarla por la fuerza de la corriente y por los grandes árboles que suele traer. Cerca de la embocadura hay dos lagunas de agua rojiza (de la que el río toma su nombre) y de una calidad cáustica y tan maligna, que tocando cualquier parte del cuerpo, levanta luego ampollas y ocasiona un fuerte ardor que no se quita en algunos días”.

Tal es la visión de Baja California que recibieron los europeos del siglo XVIII en adelante: un lugar desolado, un infierno de piedras al rojo vivo y de aguas sulfurosas. El infierno en la tierra: ni más ni menos.

A estos textos hay que agregar las crónicas testimoniales, las cartas y documentos relativos a la vida cotidiana de estos hombres que buscaron conquistar espiritualmente a los nativos de la península y que acabaron diezmándolos al llevar consigo enfermedades para las que los indios no tenían defensas naturales.

En buena medida, estos textos demuestran que su empeño evangelizador les impidió ver la cultura y el valor de comunidades que vivían en estado precario pero en equilibrio con la naturaleza que les había tocado vivir. En muchos casos, estas obras describen, con un lenguaje que va de lo barroco a lo clásico, el entorno natural, las formas de vida vegetal y animal y el enigma que fue para ellos enfrentar a los indios bajacalifornianos en sus creencias y costumbres.

Pero el río Colorado pronto adquirirá una nueva importancia en la obra de otro misionero que se establecerá por estos rumbos, en la orilla misma de este brazo de agua a punto de desembocar en el Mar de Cortés: Francisco Garcés, franciscano, misionero de la parte norte de Sonora, quien se abocará a evangelizar a los yumas en el entronque del río Gila y el río Colorado y que morirá en julio de 1781 a manos de sus propios conversos.

Es decir: con él y los tres otros misioneros que lo acompañaban morirá el último intento de evangelizar a las tribus del desierto Sonora-Baja California. Si nos fijamos en el año de esta rebelión de los yumas podemos entender que los españoles decidieron, después de semejante derrota, dejar por la paz a los indios belicosos de ambas orillas del río Colorado.

Los occidentales habían aprendido una lección definitiva: no tenían los recursos suficientes, en hombres, armas y voluntad política, para llevar a cabo una conquista militar en tiempos en que el dominio español empezaba a tambalearse en todo el continente americano.

Alguna vez Garcés les dijo a los yumas que los españoles eran gente buena que los iban a tratar con respeto, que los iba a cuidar, pero no fue así. Los indios se rebelaron porque no aceptaron el papel de esclavos que querían imponerles los colonizadores, los soldados y los propios misioneros.

Las promesas de que formar parte del imperio sería bueno para ellos, resultó sólo en ataques contra sus costumbres y creencias. Y al verse insultados, los indios del desierto reaccionaron en masa contra los recién llegados. Su gesta cruenta y libertaria aún resuena en nuestros días, aún tiene lecciones que debemos aprender.

* El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua

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