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Chantal Akerman: el silencio que está por explotar

No fue sino hasta la segunda mitad de años setenta del siglo XX, cuando residía en Guadalajara como estudiante universitario, que empecé a asistir a salas de cine, en centros culturales como la Alianza Francesa y el exconvento del Carmen.

No fue sino hasta la segunda mitad de años setenta del siglo XX, cuando residía en Guadalajara como estudiante universitario, que empecé a asistir a salas de cine, en centros culturales como la Alianza Francesa y el exconvento del Carmen, con el propósito de ver películas de arte, como entonces se les llamaba. Por aquellos tiempos, también se daban muestras internacionales de cine donde se presentaban películas europeas, japonesas, latinoamericanas y estadounidenses que no eran productos comerciales de la industria de Hollywood. En esos años, tuve la oportunidad de ver decenas de películas que me abrieron los ojos al mundo y, por consiguiente, a lo humano en aspectos trágicos, dramáticos o risibles. Allí, en esos años de aprendizaje visual, entre las cintas que me impactaron estuvieron Ifigenia en Áulide de Michael Cacoyannis, El diablo probablemente de Robert Bresson, El huevo de la serpiente de Ingmar Bergman, El inquilino de Roman Polanski, Portero de noche de Liliana Cavani, Casanova de Federico Fellini, El enigma de Kaspar Hauser de Werner Herzog y Los duelistas de Ridley Scott, entre muchos otros descubrimientos que marcaron mi percepción del cine para siempre.

Y aunque hubo varias directoras que se hicieron presentes con sus trabajos, como la ya mencionada Liliana Cavani, Agnés Varda o Lina Wertmüller, en ningún momento me topé, en esa década o más tarde, con la obra cinematográfica de Chantal Akerman (Bruselas, Bélgica, 1950-París, Francia, 2015). Sólo ahora, y gracias al confinamiento de la pandemia, a YouTube y a la colección de Criterion, es que he tenido el gozo de ver su cine y comprender su búsqueda como relatora de la condición humana desde lo cotidiano, lo rutinario, lo silencioso. A mi parecer, las películas que filmó en esos años setenta iluminan su visión del mundo de una forma contundente. La suya es la mirada atenta a los rituales domésticos que enmascaran una profunda frustración del papel de la mujer en la existencia común, en la sociedad de su tiempo.

Películas como Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), News from Home (1976) y Les rendez-vous d´Anna (1978) son, sin duda, sus obras más representativas. Al contrario del cine espectacular y desafiante de Cavani, de la exploración lúdica del mundo de Varda y del compromiso político que anuncia Wertmüller, en Akerman pesa más la vida como capas de cebolla a quitar con tiento, sin prisas; como la preparación de una comida que lleva sus propios ingredientes y que no puede acelerarse si se quiere obtener la consistencia deseada, si se quiere lograr el sabor pretendido de antemano. Hay que añadir que Akerman siguió retratando las ciudades de su tiempo, los habitantes de las mismas, en diversos documentales. Pero esa fiereza para atrapar los acontecimientos anodinos, para apropiarse de un estado de ánimo social, sólo volvería a conseguirlo en D´Est (1993), donde hace un largo recorrido por la Europa del Este posterior a la caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética.

Es extraordinario cómo en su cine de tomas fijas las cosas ocurren por azar o suceden a su propio ritmo y, sin embargo, no es un cine aburrido, petulante, académico. Su trabajo nos confronta con los espacios vacíos, con la mudez reflexiva, con la interioridad en plan de acertijo sin solución. Lo poco que pasa en sus películas es importante y ella, como directora, nos transmite esa importancia en cada gesto de sus protagonistas, en cada ademán de sus personajes. Hay en su silencio un elemento de suspenso, un enigma que nos obsesiona tanto que no queremos perder ningún detalle. Cada una de sus cintas revela tanto o más de nosotros, sus espectadores, que de Akerman misma. Y en ello reside el genio de esta cineasta única, de esta creadora de veraces quimeras, de inmutables prodigios.

Sus mejores obras nos muestran a la mujer en sus hábitos de vida, a los habitantes de diversas ciudades en el Medio Oriente, el continente americano y Europa, a los migrantes en la frontera entre México y los Estados Unidos, a los seres que como ella buscaban una identidad entre lo tradicional y lo moderno, entre sus raíces judías y el ser una ciudadana del mundo. Su cine es cine de viajes, aunque no se mueva del pasillo de un hotel o del horizonte de un cuarto; es travesía inmutable en su anhelo de capturarlo todo.

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