Sueños de plata
Con un título en español que de antemano arruina la película en pos de vender boletos, y que en realidad podría no tener nada que ver con el verdadero tema de esta (herencia emocional y genética), llega a las pantallas el primer largometraje de Ari Aster. Un muy pulido trabajo dentro del género de terror, llamado “post horror” (algo como horror post moderno), por quienes juzgan que no puede existir buen cine dentro del género. La secuencia de entrada que muestra un estudio de trabajo con múltiples casas miniatura anticipa un juego de compartimentación, esencial dentro de la trama. El acercamiento a una de las minúsculas habitaciones, que se convierte en un lugar real donde los miembros de la casa interactúan, infiere la existencia de estos como la de piezas manipulables dentro de un juego. Annie (Toni Colette) y su familia se dirigen al funeral de su madre, la cual, ella expone en su discurso funerario, no era una muy buena persona, ni alguien con quien tuviera una sana relación. La descrita disfunción familiar, aunada a, o generada por problemas mentales (trastorno de identidad disociativo) es evidentemente algo que ha transitado por el árbol genealógico, llegando hasta Annie, su difunto hermano y sus hijos, resultando en una muy particular herencia matriarcal. Charlie, la hija pequeña de Annie y Steven (Gabriel Byrne), se conduce en un continuo estado de estupor, parecido al autismo, creando macabras figuras con materiales descartados, en una especie de versión distorsionada de las miniaturas artísticas de su madre. Peter (Alex Wolff), el hijo mayor, distrae su conflicto interno y apatía adolescente fumando mariguana y buscando la oportunidad de tener relaciones sexuales. La relación entre Peter y su madre, se ha tornado insoportable a raíz de un incidente de sonambulismo que generó la desconfianza y miedo que este siente hacia ella. Sus interacciones redundan en comentarios pasivo agresivos que tratan de ocultar sentimientos reprimidos listos para estallar ante la menor provocación. Como padre de familia, y el único con un ápice de calma, Steven intenta mantener el control de la situación dentro de un hogar aquejado por una depresión crónica que asfixia a todos los integrantes del clan. Annie es quien sufre el sonambulismo pero el peso del duelo desciende sobre toda la familia como un oscuro manto de somnolencia imposible de sacudir. La impredecible reacción de cada individuo ante la muerte y los múltiples sentimientos de culpabilidad propia y ajena son entretejidos en una ambigua trama que pide prestados elementos de “El bebé de Rosemary” y “El exorcista”. La fotografía de Pawel Pogorzelski traduce en imágenes la constante sensación de inquietud que se respira en la casa. Con largas tomas que recorren los pasillos de madera, sumergidos en tinieblas, se evoca e incrementa paulatinamente un incómodo e insoportable sentimiento de pavor. El pausado ritmo original, que recrea fielmente la experiencia de la depresión, sube a un punto de ebullición, como consecuencia de nuevos e inexplicables acontecimientos, hasta desembocar en un insólito e inesperado pandemónium que pone en duda, o confirma contundentemente, todos los anteriores sucesos. En su conclusión Ari Aster disfraza de película de terror el tema de las largas cadenas que arrastra la historia familiar, esos demonios ocultos en todo árbol genealógico y su obscura herencia aprendida, tan difícil de dejar atrás. El autor es editor y escritor en Sadhaka Studio.
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