Águilas y serpientes
La transición a la democracia en México ha resultado ardua y costosa. Y aún queda mucho por hacer, para que sea capaz de garantizar al fin la participación política de todos los ciudadanos, así como el ejercicio democrático del poder. México sigue siendo una sociedad con larga historia de autoritarismo, con fraudes recurrentes, con una democracia controlada. Siguen posponiéndose las causas ciudadanas y, por lo tanto, creciendo la desigualdad, la pobreza y la marginación. El reto en esta nueva transición será abatir las causas y condiciones de la desconfianza hacia los gobiernos. Tiene que haber un nuevo andamiaje constitucional para terminar con la corrupción, la pobreza y la inseguridad. La confianza pública retrocedió en este sexenio por terminar, dadas las constantes muestras de impunidad que se dieron a través del gobierno federal y muchos gobiernos estatales y municipales, de todos los partidos políticos. Cuando no hay gato que mande, suelen hacer de las suyas los ratones. De una u otra forma, sí hemos tenido ligeras transformaciones que vimos reflejadas en las pasadas elecciones del 1 de julio, en donde hubo un vencedor y los perdedores lo reconocieron inmediatamente y sin mayor espanto. Supuestamente ya no habrá Estado presidencialista autoritario. Ya habrá auténtica separación de los poderes (eso dicen), y el Congreso de la Unión, las gubernaturas y los gobiernos locales, sabrán moverse y comportarse con una real y auténtica autonomía en favor de la gente, su legalidad y su bienestar (¿será?). En un país con un Estado de derecho en formación, que apenas puede hacer efectivos sus principios y democracia, deben de supervisarse bien las perversiones de las “tradiciones” patrimonialistas y clientelares. Veremos cómo se las gasta el nuevo gobierno electo ahora que tome posesión. Las asignaturas pendientes indican que se requiere seguir con los procesos de cambio, revisándolos y perfeccionándolos, para hacerlos eficaces, con estabilidad y gobernabilidad política, que satisfaga a la mayoría. No asumir seriamente dicho compromiso por parte de todas las fuerzas políticas y de todos los ciudadanos, disminuirá la posibilidad de continuar con los cambios y la mejora democrática. El 1 de julio se escenificó el cambio político que, por los resultados, querían la inmensa mayoría de votantes. Será imposible saber cuántos votaron por este nuevo cambio por convencimiento y cuántos por hartazgo de todos los regímenes anteriores. El hecho es que se dio y hay que respetar los resultados. Esta elección pasada, pone fin a uno de los sexenios más controvertidos en la historia mexicana, por la violencia desatada en el país, la corrupción rampante, la ligereza y vida mundana de quienes nos representan, y los efectos tremendos de la desigualdad y el narcotráfico. Las primeras palabras del ganador llamaron a la reconciliación y anunciaron el inicio de “la cuarta transformación” de México, la que yo llamaría “ultima llamada”. Quedó manifiesto (falta que lo cumpla) su compromiso con los pobres, con la libertad empresarial, con la autonomía del Banco de México, etcétera. Bueno, pues que así sea. * El autor es asesor administrativo, presidente de Tijuana Opina y Coordinador de Tijuana en Movimiento.
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