Humor dominical
El duque Sopanela declaró en la cena de invitados: “Por mis venas corren gotas de sangre alemana, inglesa, española, portuguesa, rusa, irlandesa, italiana, francesa, polaca y escocesa”. “¡Caramba! -exclamó uno de los comensales, admirado-. ¡Se ve que su mamacita viajó mucho!”. (Quienes fincan su orgullo sólo en sus antepasados son como la planta de la papa, que lo único que vale de ella es lo que está enterrado).
Conocemos a Jactancio Elátez. Hombre narcisista, ególatra y pagado de sí mismo, es presuntuoso, presumido y pretencioso. El pasado viernes por la tarde fue a la farmacia de su pueblo y le pidió al encargado 20 condones. Buscó el hombre y se disculpó en seguida: “Lo siento. Nada más tengo 10”. “Está bien, dámelos -le dijo Elátez, molesto-. Pero me vas a echar a perder el fin de semana”.
Babalucas era colombófilo, o sea aficionado a criar palomas de las distintas variedades a que pertenecen esas aves. Le contó a un amigo: “En la azotea del edificio donde vivo tengo mil palomas”. Inquirió el amigo: “¿Mensajeras?”. Replicó el badulaque: “No te exagero”. El médico llamó aparte al marido de su paciente. Le dijo con acento sombrío: “No me gusta nada el aspecto de su esposa”. El otro se encrespó: “¿Y a poco la suya está muy buena?”.
En la merienda las señoras se quejaban de sus respectivos cónyuges, que a veces empinaban el codo más de lo que aguantaba el resto de su cuerpo. Una de ellas, sin embargo, declaró: “A mí me encanta que mi marido se emborrache. Cuando va con sus amigos al bar me pongo una peluca rubia; me pinto como coche; llevo un vestido ajustado, medias de malla, zapatos de tacón aguja y cintas en las piernas, boa de plumas y bolsa de chaquira y lentejuelas. Lo espero en la puerta del antro. Sale ebrio, trastabillando y con la vista perdida. Me invita a subir a su coche; me hace el amor en el asiento trasero y me paga una buena lana”.
Doña Viesa habló con su esposo: “Lo que te dije acerca de una herencia de mi padre era mentira. Tengo un amante rico. Todo lo que poseemos me lo ha dado él: La casa en que vivimos; los tres coches; la acción del Club Silvestre; mis joyas, mis vestidos y zapatos, lo mismo que tu ropa y calzado: El departamento en Miami; las cuentas en el banco; todo. Me ha pedido que me vaya con él, y me voy a ir”. Ahora habló el marido: “¿Me llevas?”.
Cuarto 210 del Motel Kamawa. Penumbra vaga de discreta alcoba. Diván para el foreplay, y para el performance cama redonda con sábanas de seda negra y colcha de terciopelo rojo. Espejo en el techo, y otro de cuerpo entero en la pared, donde hay también un cuadro sugestivo. En el lavabo un par de jabones de la marca Venus, chiquitos y de color de rosa; un par de cepillos de dientes y un peine blanco, pequeño. Un televisor que automáticamente muestra películas porno; música cuyo volumen se puede modular ad libitum, o sea a voluntad. Un torno, especie de mesilla giratoria que da hacia la cochera. Ahí se colocan las viandas o bebidas solicitadas por los clientes y el dinero para pagarlas. Un jacuzzi en el cual los ocupantes pueden llevar a cabo escarceos eróticos.
Toda esta detallada descripción la debo a un cierto amigo mío que en su primera juventud solía frecuentar esos establecimientos antes de tener su “leonero”, que así llamaba a un departamento de soltero que usaba ya casado. Pero volvamos nosotros a la dicha habitación, la número 210. En el citado lecho están la dama y el galán, sin ropa ya los dos y ambos dispuestos a llevar a cabo el consabido acto que los llevó ahí. Le dice ella a él: “¿Qué te parece si primero nos presentamos? No me gusta hacer esto con un extraño”. FIN.
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