La corrupción no se acaba en BC
El lamentable incidente entre el Ayuntamiento de Ensenada y el Semanario ZETA desnuda, sin rodeos ni eufemismos, el sentir y el pensar de buena parte de nuestra clase política.

El lamentable incidente entre el Ayuntamiento de Ensenada y el Semanario ZETA desnuda, sin rodeos ni eufemismos, el sentir y el pensar de buena parte de nuestra clase política. No se trata de un hecho aislado ni de un “malentendido”, sino de una expresión clara de cómo el poder concibe hoy la relación con la crítica: se compra, se neutraliza o se elimina.
La moralidad —ese árbol que, para muchos gobernantes, sólo sirve si da moras— ha dejado de ser un valor. Importa poco mientras se logre el objetivo final: más poder, menos cuestionamientos; más aplausos, menos voces incómodas; más comparsa, menos opositores. En esa lógica torcida, el fin justifica cualquier medio.
Más allá de mis afectos personales hacia Adela Navarro Bello, codirectora del Semanario, resulta imposible no dimensionar la afrenta. Después de décadas de ejercer un periodismo reconocido a nivel local, nacional e incluso internacional, alguien —un funcionario de segundo nivel, pero evidentemente con respaldo político— se presenta para intentar “comprar” favores periodísticos. No sólo eso: intenta comprar integridad, trayectoria y credibilidad. La ofensa no menor.
ZETA y Adela Navarro han construido una carrera sustentada en la investigación, la denuncia y la incomodidad que genera decir lo que otros prefieren callar. Pensar que ese trabajo puede torcerse con dinero habla más de la mentalidad del corruptor que del supuesto corruptible. Bien por la exhibición pública, frontal y sin ambigüedades de este intento. Callarlo habría sido convalidarlo.
Pero el asunto no termina ahí. Viene una segunda y una tercera capa, quizá más graves: ¿de dónde salió el dinero utilizado para este acto de corrupción? ¿Quién más lo recibió como parte de una gira de “regalos” a comunicadores? Cuando menos, estamos frente a un manejo de efectivo que no parece haber pasado por las arcas municipales y que se usa con absoluta discrecionalidad. O es dinero público utilizado de forma ilegal, o proviene de fuentes opacas que sólo refuerzan la sospecha de redes de corrupción más amplias. En un país como el nuestro, la línea que separa al gobierno corrupto del dinero ilícito es, lamentablemente, cada vez más delgada.
Hay otro elemento inquietante: este no parece un hecho improvisado, sino un modus operandi. Una forma sistemática de operar. Y eso obliga a preguntarse quién sí aceptó, quién sí se comprometió y qué se entregó a cambio del “agradecimiento”. El silencio cómplice también construye impunidad.
He hablado con funcionarios, políticos y comunicadores sobre este caso. Algunos, para mi sorpresa, dudan de la integridad de ZETA bajo el argumento cínico de que “todos son iguales”. Nada más falso, y nada más cómodo para justificar la corrupción propia o de terceros. Lo verdaderamente alarmante es lo normalizado que tenemos este comportamiento: gobernantes que no toleran la mínima crítica, aun cuando sus resultados sean pobres o inexistentes. Y no, este no es un problema exclusivo de Ensenada.
Qué pena que, siete años después de grandes promesas de cambio, la corrupción siga tan viva, tan cotidiana y tan arrogante como siempre. Más pena aún que a muchos ya no les indigne.
- *- El autor es un opinólogo tijuanense enamorado de su ciudad.
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