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Inteligencia Financiera: el verdadero desafío financiero no es saber, sino comportarnos

La discusión sobre educación financiera suele centrarse en conceptos técnicos: interés compuesto, inflación o diversificación del riesgo.

Ismael  Plascencia López

La discusión sobre educación financiera suele centrarse en conceptos técnicos: interés compuesto, inflación o diversificación del riesgo. No es casualidad: son los tres pilares que las investigadoras Annamaria Lusardi y Olivia Mitchell denominaron las “Big Three”, hoy el estándar internacional para medir la alfabetización financiera. Sin embargo, los datos que hemos levantado recientemente en Tijuana muestran un panorama preocupante: incluso entre estudiantes universitarios, los niveles de comprensión de estos conceptos básicos son bajos, con diferencias claras entre áreas de estudio y una brecha evidente entre hombres y mujeres. Estos hallazgos solo revelan rezagos académicos; anticipan decisiones deficientes de ahorro, retiro y manejo del gasto en la adultez.

Pero hay algo más profundo. Tener información financiera no garantiza decisiones financieras sanas. La evidencia psicológica lo confirma. Walter Mischel, desde Stanford, demostró con la famosa “Prueba del Bombón” que la capacidad de posponer la gratificación predice resultados futuros incluso mejor que el coeficiente intelectual. La inteligencia financiera, por tanto, no es una capacidad técnica: es una habilidad conductual.

En mi experiencia como consultor y académico, he constatado lo mismo una y otra vez. No fracasa quien no sabe sumar intereses; fracasa quien no puede esperar, quien no tiene una estrategia, quien se deja llevar por la envidia o por el impulso. Esa diferencia se observa en historias conocidas: Jesse Livermore, uno de los traders más exitosos del siglo XX, terminó perdiéndolo todo. Rajat Gupta, exdirector de McKinsey, terminó en prisión por decisiones impulsivas. Talento y conocimiento no garantizan estabilidad. El comportamiento, sí.

Lo vemos también en un plano más cotidiano. En Estados Unidos, los hogares de menor ingreso gastan alrededor de 400 dólares al año en lotería, y al mismo tiempo carecen de 400 dólares para enfrentar una emergencia. Para quienes viven al día, esa pequeña esperanza de “cambiar la vida” se vuelve tentadora. No actuaría así un economista racional, pero sí un ser humano real que enfrenta incertidumbre, estrés y falta de oportunidades. La lógica económica siempre convive con la lógica emocional. Pretender separarlas es desconocer cómo funciona la toma de decisiones.

Por eso, más allá de enseñar fórmulas, nuestros programas educativos deben enfocarse también en desarrollar hábitos: ahorrar antes de gastar, destinar un porcentaje fijo a inversiones reales, y limitar el consumo impulsivo. Es aquí donde los modelos de gasto consciente adquieren relevancia. Un marco simple —50–60% para costos fijos, 20–35% para gasto discrecional, y 5–10% para ahorro e inversiones— tiene más poder transformador que cualquier ecuación si se aplica con disciplina. Este tipo de estructura no solo ordena las finanzas; reduce la ansiedad, fortalece la sensación de control y genera estabilidad en el largo plazo.

En última instancia, la inteligencia financiera se resume en algo esencial: entender que el dinero no es una competencia contra los demás. La envidia —como decían los moralistas medievales— es el peor de los pecados capitales porque nunca se satisface. Siempre habrá alguien con un auto más nuevo, una casa más grande o un reloj más caro. El objetivo no es perseguir lo que otros tienen, sino construir una vida que sea sostenible, tranquila y coherente con nuestras prioridades.

La alfabetización financiera importa. Pero nuestro comportamiento importa más. Y la verdadera inteligencia financiera no está en saber qué hacer con el dinero, sino en tener la disciplina de hacerlo todos los días.}

  • *- El autor es Doctor en Economía, Maestro en Desarrollo Regional, profesor-investigador en Cetys Universidad.

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