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Los libros no mueren, los matamos nosotros

Cada año el INEGI nos pone un espejo enfrente. Y no miente.

Ariosto Manrique Moreno

Cada año el INEGI nos pone un espejo enfrente. Y no miente.

Los resultados del último Módulo sobre Lectura (MOLEC) revela que los mexicanos leemos menos que nunca. Apenas 65.1% de la población adulta dijo haber leído algo en los últimos doce meses. En 2016 era 80%. En menos de una década perdimos a uno de cada cinco lectores. No es culpa del gobierno, ni de las escuelas, ni de Amazon. Es culpa nuestra. Los libros no mueren: los matamos nosotros.

Nos gusta culpar al sistema educativo, a los maestros aburridos, a las editoriales caras o a las pantallas hipnóticas. Pero la verdad es más simple y más dura: dejamos de leer porque dejamos de tener curiosidad. Y cuando una sociedad renuncia a la curiosidad, renuncia también a su libertad.

En mis recorridos como encuestador, me he topado con un patrón que duele: la gente ya no quiere entender, solo opinar. Nadie se toma el tiempo de profundizar, solo de reaccionar. “¿Para qué leer si en TikTok me lo explican rápido?”, me dijo un chavo hace poco. Lo dijo en serio. Y tenía razón: vivimos en el país del resumen, del meme, de la frase corta y de la respuesta inmediata en ChatGPT y pensar con profundidad ya no se premia, se castiga, se critica, se ridiculiza, se “bullea”.

El MOLEC lo deja claro: solo el 37% de los lectores leyó libros, y de ellos, la mayoría no terminó más de tres al año. En cambio, los materiales más comunes fueron redes sociales, mensajes y noticias digitales. Leemos mucho, sí, pero letras sin contexto ni permanencia. Nos convertimos en comensales del contenido exprés: llenos, pero sin nutrirnos.

Y aquí está lo verdaderamente alarmante: nuestros hijos están cayendo en lo mismo. Cada año hay menos niños que ven a sus padres leer. Cada año hay más pantallas y menos historias. Cada año se debilita el músculo de la atención, la imaginación y el pensamiento crítico. Y eso debería darnos miedo. Pavor. Porque una generación de niños y jóvenes que no lee es fácilmente manipulable, emocionalmente frágil y laboralmente reemplazable.

El 42% de quienes no leen dice que “no tiene tiempo”, pero todos sabemos que sí lo hay: lo regalamos al scroll infinito. Leer no es cuestión de tiempo: es cuestión de voluntad. Y, sobre todo, de ejemplo.

Si queremos hijos que lean, tenemos que vernos leyéndo. En casa, en la mesa, en el sillón, con un libro en la mano, no con un celular en la otra. No hay campaña oficial que reemplace ese gesto.

Leer es un acto profundamente individual, pero sus consecuencias son colectivas. Un país que no lee se vuelve dócil, predecible y manipulable. Por eso los libros no mueren: los matan los pueblos que prefieren ser entretenidos en lugar de ser libres.

Hoy, en la era de los algoritmos y las verdades instantáneas, leer se está convirtiendo en un acto de subversión. Abrir un libro es desafiar al ruido, desconectarse del enjambre digital, elegir pensar por cuenta propia.

Y sí, leer cuesta… cuesta tiempo, silencio, paciencia. Pero el precio de no hacerlo es más alto: cuesta criterio, libertad y, sobre todo, nos cuesta todo un país.

  • *- El autor es Director de Testa Marketing, investigación de mercados.

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