¿40 horas laborales? El riesgo de legislar sin considerar la productividad
La propuesta de reducir la jornada laboral en México de 48 a 40 horas semanales ha reabierto un debate esencial sobre las condiciones del trabajo en el país.

La propuesta de reducir la jornada laboral en México de 48 a 40 horas semanales ha reabierto un debate esencial sobre las condiciones del trabajo en el país. A primera vista, parece una medida progresista: más tiempo libre, mejor calidad de vida, potencial mejora en la salud mental. Sin embargo, sus implicaciones económicas —especialmente para las micro, pequeñas y medianas empresas (MIPYMES)— merecen una mirada crítica que trascienda las buenas intenciones.
Un dato revelador expone la paradoja mexicana: según la OCDE, México es el país miembro donde más horas se trabajan al año, con un promedio de 2,226 horas anuales por trabajador, muy por encima del promedio de la organización de 1,752 horas. Sin embargo, el salario mínimo mexicano es uno de los más bajos entre los países de la OCDE, y el PIB per cápita apenas alcanza los 11,091 dólares, mientras que el promedio de la organización supera los 40,000 dólares. Esta contradicción evidencia el problema estructural: no es cuestión de trabajar más horas, sino de trabajar de manera más productiva.
En México, más del 70% del empleo formal proviene de MIPYMES, las cuales ya enfrentan márgenes ajustados, alta carga regulatoria y acceso limitado a financiamiento. Reducir la jornada sin disminuir proporcionalmente los costos laborales ni ofrecer apoyos fiscales puede elevar considerablemente el costo por hora trabajada. Para muchas pequeñas empresas, esto significa tener que contratar personal adicional para cubrir los mismos turnos, sin necesariamente aumentar la productividad ni los ingresos.
Esta presión puede tener consecuencias inmediatas: la reducción de puestos de trabajo, el freno a nuevas contrataciones y el incentivo a migrar hacia la informalidad. Pero hay un riesgo aún más grave: el cierre definitivo de miles de MIPYMES que simplemente no podrán sostener el nuevo esquema sin apoyos ni un aumento en su capacidad productiva. La desaparición de estas unidades económicas no solo destruye empleos, sino que también erosiona la base fiscal, debilita cadenas de valor locales y agrava la concentración empresarial. Además, con una informalidad laboral que ya ronda el 55%, cualquier medida que encarezca el empleo formal sin contrapesos puede acelerar esa tendencia.
Si bien países como Francia o Chile han reducido sus jornadas laborales, lo han hecho en contextos muy distintos: con mayor productividad promedio, estructuras laborales más flexibles y, sobre todo, con planes graduales y sectorizados. En México, con una productividad estancada desde hace más de dos décadas, sería iluso pensar que una jornada más corta, por sí sola, incremente la productividad.
La única manera sostenible de reducir horas laborales sin afectar negativamente el empleo, los salarios o el crecimiento económico es a través de un aumento real de la productividad. Esto implica inversión en capacitación, digitalización, mejores procesos de gestión y una política industrial que eleve el valor agregado de lo que producimos. Sin estas bases, la reducción horaria se convierte en una carga adicional que las empresas intentarán compensar con menores salarios, menos prestaciones o, simplemente, menos empleos.
México necesita primero fortalecer su tejido productivo antes de imponer cambios que, aunque bien intencionados, podrían profundizar los problemas que pretenden resolver. Como siempre sostengo: el camnio al infierno está pavimentado de buenas intenciones.
*El autor es Doctor en Economía, Maestro en Desarrollo Regional, asesor y consultor empresarial, profesor-investigador en Cetys Universidad.
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