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La frontera como cuestionamiento

La frontera no conoce el reposo. Como Emerson le exigía a la creación poética: la frontera, su clima, su variedad de experiencias y personajes, “pone alas a la sólida naturaleza”.

Gabriel  Trujillo

La frontera no conoce el reposo. Como Emerson le exigía a la creación poética: la frontera, su clima, su variedad de experiencias y personajes, “pone alas a la sólida naturaleza”. Hace que la fijeza se transforme en mudanza, que la pesadez de los convencionalismos se aligere. Por eso la temen los fanáticos y la odian los puritanos. La frontera carece de absolutos que la inmovilicen. Su verdad es frenética como una danza de apareamiento. Su belleza es tan convulsiva como un terremoto: nada deja en pie, ni siquiera la más alta dignidad humana. Bien por la frontera como signo de negación. Bien por los fronterizos porque nunca ha habido entre ellos diez justos.

La frontera es como el árbol de la sabiduría: su sola presencia incomoda porque es la casa de la duda, es el espacio de la tentación por saber más, por no quedarse con la versión establecida (humana o divina) sino que allí se prueba, como algo rutinario, el fruto prohibido del saber. La frontera impulsa el apetito por conocer lo que se ignora, por rasgar el velo de la realidad y comprender el mecanismo de nuestro destino, la verdad desnuda de nuestro paso por el mundo.

Las fronteras son vistas, desde los centros culturales, como espacios de mestizaje y de barbarie. Lugares donde no se respetan las normas y convenciones canonizadas por la costumbre y la tradición. Una frontera es, en cierto modo, el grado cero de la cultura: donde se diluyen los fastos de la propia civilización y donde comienza la influencia de otras civilizaciones antagónicas. El sitio del contacto que es el sitio del contagio. Una zona de peligro que las autoridades pretenden limpiar para que el mal no se propague a otras partes del mundo civilizado. Las fronteras como virus insidiosos. Ante sus puertas siempre hay caballos de Troya. En sus linderos abundan las dimensiones desconocidas, los secretos a voces, los negocios legales e ilegales por igual.

¿Cuál es el hechizo de las fronteras? Que ellas no son un país de fábula ni un mundo resplandeciente al final del arco iris. A lo más, la frontera es una comarca donde la gente va de prisa, buscando dejarla atrás lo más pronto posible. Un obstáculo para llegar a la meta deseada. Por eso muchos de los que la atraviesan parecen haber sido descritos por el poeta italiano Césare Pavese: son “grandes sombras a tientas. Tienen rostros surcados/y dolientes ojeras,/mas nadie se queja”, pues son gente convencida de que algo bueno los espera allá a lo lejos, que una nueva vida los aguarda si olvidan quiénes han sido, si saltan con la vista al frente: fija en el porvenir y sus riquezas. Sólo son un trampolín al paraíso. Un escalón – quizá el último- antes de abrir la gran puerta del mundo y entrar a un horizonte más ancho que el suyo, a una existencia próspera y sonriente.

Pocos saben que la frontera es algo más que un obstáculo: es una prueba de fuego, un laberinto con muchas entradas y pocas salidas. Su hechizo no tiene que ver con la magia sino con la desesperación, con el anhelo de ser libres. Con esas dolientes ojeras que mencionaba Pavese y con esos rostros de piedra frente a la tolvanera de un tiempo aciago, de una tormenta que nunca acaba.

El símbolo de la frontera, por más que así aparezca en las noticias, no es una alambrada o un muro infranqueable. La frontera es una escalera, un puente levadizo, una raya en el mar, un túnel de contrabando, una embarcación, un tráiler, una apuesta por el futuro.

¿Qué es la migración al final de cuentas desde la perspectiva de las fronteras? Yo supongo que es un acercamiento mutuo entre distintas culturas, una adaptación acelerada entre nativos y foráneos. De ella se nutre nuestra sociedad. Con ella se forja nuestro destino. Por más odios que conciten, por más protestas que provoquen, los migrantes son la sangre fresca de una comunidad en flujo continuo, en cambio permanente. Sin ellos, el mundo se habría petrificado en usos y costumbres hace mucho tiempo. Creo que el valor esencial no está en verlas como límites. Su relevancia es otra: gracias a que son sitios de cruce de personas e ideas, de conocimientos y placeres, es que el mundo es más grande que todas nuestras rencillas, que todas nuestras desconfianzas, que todos nuestros abusos. Como Pablo Neruda diría a golpe de verso: aquí hay sitio para todos.

  • *- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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