Edición México
Suscríbete
Ed. México

El Imparcial / Columnas /

Agua que no has de beber… ¿te la podrán cobrar?

A finales del siglo XIX, el sociólogo Charles Booth imaginó la pobreza urbana como un barco.

A finales del siglo XIX, el sociólogo Charles Booth imaginó la pobreza urbana como un barco. Propuso una “línea de flotación” estadística: quien no la alcanzaba, se hundía. Con este recurso del lenguaje figurado nos ofreció una imagen poderosa. Hoy, esa metáfora regresa —pero ya no como analogía, sino como geografía real. La pobreza actual también se mide por el agua, pero esta vez de manera literal: por el nivel de las presas, por los litros que nos faltan, por las gotas que no llegan. La línea de flotación ya no es simbólica; es una compuerta cerrada.

En nuestro lenguaje cotidiano, la pobreza se empapa de imágenes hídricas. Nos ahogamos en deudas, por ejemplo, o decimos que alguien está seco, tocamos fondo, se lo llevó la corriente. Hay quienes viven —vivimos, dijo el otro— con el agua hasta el cuello, y otros que solo logran salir a flote si alguien les lanza un salvavidas. Hablar de escasez con metáforas líquidas no es casual: el agua marca lo vital. En la política internacional, esa vitalidad se transforma en números, en tratados, en volúmenes… y en deudas.

En 1944, México y Estados Unidos firmaron un tratado para repartirse las aguas de los ríos fronterizos. México debe entregar cada cinco años poco más de dos mil millones de metros cúbicos del río Bravo. Lamentablemente, en los últimos ciclos, las lluvias no llegaron como se esperaban, y algunas presas están muy cerca de su umbral crítico. A pesar de ello, el compromiso se mantiene: según comunicados recientes de la CILA y la nota informativa de la Secretaría de Relaciones Exteriores del pasado 29 de abril, México se ha comprometido a pagar entre mayo y octubre —con agua de lluvia aún no caída—, lo que no pudo entregar antes. Se trata de un compromiso condicionado a la temporada de lluvias, como si se pudieran prometer las nubes del cielo.

La lógica es familiar: lo que no se paga hoy, se pagará mañana. Pero en este caso, no nos referimos a dinero, sino a sed. La deuda de agua crece como si fuera financiera, aunque esté hecha de escurrimientos inciertos y ríos en estiaje. Hay algo profundamente absurdo en este mecanismo: se acumulan compromisos sobre lo que no existe aún. Anatocismo hídrico, podríamos llamarlo, ya que el agua no entregada se acumula en deudas futuras. Una forma líquida de castigo diferido, donde la naturaleza es tratada como fondo de garantía, y las futuras generaciones como deudores tácitos.

Mientras tanto, en los bordes de la frontera norte del país, hay comunidades donde el agua no alcanza ni para lavarse las manos. Colonias enteras viven con tandeos irregulares, pipas improvisadas o pozos que ya no dan. Cuando el Estado paga su deuda internacional, ¿con qué se salda la deuda interna? ¿Quién queda seco para que el tratado se cumpla? La pobreza hídrica no aparece en los convenios, pero se manifiesta en cada vaso que falta, en cada familia que recoge agua de lluvia en cubetas —si es que llueve—.

Cabe recordar que, en 2020, en medio del conflicto por la presa La Boquilla, algunos jueces federales comenzaron a sugerir que estos acuerdos internacionales no pueden mantenerse al margen del derecho humano al agua. Los tratados deben interpretarse no solo desde el caudal, sino desde la dignidad. Sin embargo, aún impera la lógica de las cuotas. El agua se administra como si fuera intercambiable, aunque no lo sea.

Mientras tanto, los ríos bajan secos. Y la naturaleza —como los pobres— sigue sin voz en las negociaciones.

  • *- La autora es investigadora postdoctoral en El Colef.

Sigue nuestro canal de WhatsApp

Recibe las noticias más importantes del día. Da click aquí