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Emprender: Un Camino sin Edad y sin Final

Cuando Andrés tenía 22 años, decidió emprender. Salía de la universidad con más entusiasmo que experiencia, y con una libreta llena de ideas.

Bibiana Caloca

Cuando Andrés tenía 22 años, decidió emprender. Salía de la universidad con más entusiasmo que experiencia, y con una libreta llena de ideas. Abrió su primera cafetería con ayuda de sus padres y un préstamo pequeño. No sabía mucho de administración, ni de marketing, ni de liderar un equipo, pero sí sabía que quería crear algo propio. Esa fue su primera etapa: la de la ilusión.

Con el paso del tiempo, aprendió que emprender no solo es tener ideas, sino convertirlas en acciones diarias, muchas veces en soledad, con cansancio, y sin resultados inmediatos. Aprendió a fallar y a levantarse, a despedir a un mal proveedor, a quedarse hasta la madrugada haciendo cuentas. Esta fue su segunda etapa: la de los tropiezos, el aprendizaje real.

A los 35, después de varios intentos —algunos exitosos y otros no tanto—, Andrés se convirtió en mentor para jóvenes emprendedores. Había acumulado una experiencia invaluable y comenzó a dar charlas, escribir artículos y acompañar nuevos proyectos. Muchos lo veían como alguien que ya “había llegado”, pero él sabía que eso no era cierto. Emprender no se trata de una meta, sino de un movimiento constante. Esta fue su tercera etapa: la de compartir.

Diez años después, a los 45, Andrés vendió una de sus empresas para dedicarse a algo completamente diferente: restaurar muebles antiguos. Nadie lo entendía. ¿Por qué abandonar algo rentable? Pero él lo tenía claro: quería volver a sentir la emoción de empezar algo desde cero. Aprender una nueva habilidad, conocer un nuevo mercado, equivocarse de nuevo. Emprender otra vez.

En paralelo, conoció a Clara, una mujer de 62 años que, tras jubilarse como maestra, había comenzado a vender jabones artesanales desde su casa. Andrés quedó fascinado por su energía y determinación. Clara no usaba Excel ni tenía una página web, pero conocía a cada cliente por su nombre y sabía exactamente lo que buscaban. No tenía un “plan de negocios”, pero tenía visión, compromiso y amor por lo que hacía.

Fue entonces cuando Andrés entendió una verdad que muchos tardan en descubrir: emprender no tiene edad, y no tiene fin. No importa si tienes 20 o 70 años; si tu proyecto es digital o artesanal; si vendes por internet o desde tu garaje. Emprender es una actitud frente a la vida. Es empezar cuando todos paran, es intentar cuando otros dudan. Es construir, reconstruir y seguir.

Hoy Andrés sigue emprendiendo. A veces en negocios, otras veces en ideas, proyectos comunitarios o causas personales. No le interesa si algo será eterno, solo le importa que lo mueva por dentro.

Porque el verdadero emprendedor no se jubila. Se reinventa.

  •  *- La autora es mamá, emprendedora y empresaria.

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