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El agua como instrumento de presión: México, Estados Unidos y un tratado obsoleto

Una vez más, el agua se convierte en fuente de tensión diplomática entre México y Estados Unidos.

Ismael  Plascencia López

Una vez más, el agua se convierte en fuente de tensión diplomática entre México y Estados Unidos. Esta semana se anunció un nuevo acuerdo para que México incremente de inmediato las entregas de agua al estado de Texas, conforme a las obligaciones del Tratado de Aguas de 1944. Lo que en su origen fue un instrumento de cooperación binacional, hoy parece haberse transformado en una fuente de conflicto en un contexto de crisis climática, presiones políticas y escasez creciente.

El detonante: la amenaza de sanciones y aranceles por parte de la administración estadounidense. Donald Trump, en plena campaña electoral, acusó a México de incumplir sus compromisos y de “robar el agua a los agricultores texanos”. El lenguaje beligerante, más propio de una contienda política que de la diplomacia, surtió efecto. El gobierno mexicano, encabezado por Claudia Sheinbaum, cedió ante la presión y accedió a enviar más agua de manera inmediata desde embalses internacionales y aumentar los flujos del río Bravo antes de octubre.

La narrativa mediática en EE.UU. ha centrado la atención en los productores del sur de Texas, quienes enfrentan sequías severas y reclaman el agua “pendiente” del lado mexicano. Sin embargo, poco se dice del drama paralelo en el norte de México, donde las presas tambiénestán al borde del colapso y comunidades enteras padecen cortes de suministro. La sequía afecta ya a más del 60% del país, pero las soluciones siguen siendo reactivas y poco sostenibles.

Este conflicto pone de relieve una verdad incómoda: los tratados internacionales no son inmunes al paso del tiempo ni a las nuevas realidades ambientales. El acuerdo de 1944 no previó fenómenos como el cambio climático, la urbanización acelerada o el crecimiento agrícola intensivo a ambos lados de la frontera. Pretender que las condiciones actuales pueden resolverse con las reglas de hace 80 años es, como mínimo, ingenuo.

Frente a esta situación, no basta con administrar la emergencia. Es urgente que el gobierno federal diseñe y ejecute un plan hídrico integral para el norte de México. Este plan debe contemplar la modernización de infraestructura, nuevos esquemas de captación de agua, manejo eficiente de acuíferos, incentivos para el ahorro y reuso, así como acuerdos de gestión compartida con actores locales y estatales. Y lo más importante combatir la corrupción en la gestión del agua. Sin una estrategia de largo plazo, el norte del país seguirá en situación de vulnerabilidad extrema frente a las presiones externas y el calentamiento global.

Lo preocupante no es solo la fragilidad del equilibrio hídrico en la región, sino la forma en que se están resolviendo las tensiones. Estados Unidos utilizó amenazas económicas para forzar una solución rápida, lo cual sienta un precedente peligroso. Si el agua puede usarse como moneda de presión geopolítica, ¿qué sigue? ¿Podrá México negociar de manera justa bajo estas condiciones en el futuro?

El agua debería unirnos, no dividirnos. Pero eso solo será posible si existe voluntad política para modernizar la cooperación internacional y, a la vez, fortalecer la resiliencia interna. La seguridad hídrica ya no es un lujo: es una necesidad estratégica para la soberanía y el desarrollo nacional.

*El autor es Doctor en Economía, Maestro en Desarrollo Regional, profesor-investigador de Cetys Universidad.

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