La zona de interés, Dir. Jonathan Glazer
Los universos que ha explorado Jonathan Glazer en su corta pero extraordinaria filmografía, nos han internado tanto en los misterios de la naturaleza humana como en las tinieblas de un ser de otro mundo, carente de toda empatía.
Los universos que ha explorado Jonathan Glazer en su corta pero extraordinaria filmografía, nos han internado tanto en los misterios de la naturaleza humana como en las tinieblas de un ser de otro mundo, carente de toda empatía. En La zona de interés estos temas se entrecruzan para desvelar una perturbadora naturaleza cuasi alienígena, una esencia/ausencia que se podría definir utilizando, la manoseada frase (convertida en cliché), de la filósofa y escritora, Hanna Arendt, “la banalidad del mal”.
Durante su cobertura del juicio al oficial nazi, Adolf Eichmann, Arendt creo el término. Definiendo los crímenes cometidos contra la humanidad, como un acto banal, se refería a cómo, los nazis habían convertido el genocidio en una cuestión rutinaria, sistemática, sin definición ni oposición, una mera implementación de políticas. Su crimen, aceptado e implementado sin resistencia, revulsión moral o indignación política. Para Arendt lo que se había convertido en banal era la capacidad de pensamiento, y el crimen absoluto de Eichmann fue su fracaso para pensar.
Estos razonamientos, y la novela de Martin Amis, basada en hechos y personajes reales, son la base para la cinta ganadora al Oscar como mejor película extranjera de Jonathan Glazer. Iniciando en una pantalla negra con un punto carmesí, el sonido inunda todo, sumergiendo al espectador dentro de un ambiguo y primordial estado mental. La obscuridad de la mente humana, el potencial para el bien y el mal.
Una idílica escena paradisiaca, conformada por bellas imágenes teutónicas. Un campo cubierto de flores, un rio cristalino y la familia aria, feliz y perfecta, disfrutando su día en la naturaleza. Durante su regreso a casa, mientras anochece, el vehículo de la familia Höss se interna por la carretera hacia una inescrutable obscuridad.
Los Höss viven en una casa ideal, un impresionante jardín con inmensa variedad de flores, alberca para los niños, criadas, jardineros y peones a sus órdenes. Frente a la impecable residencia se extiende un interminable muro que contiene del otro lado un campamento, con enormes chimeneas, humeantes noche y día. Disparos, gritos, se alcanzan a escuchar del otro lado del muro, como procedentes de otro mundo, otra realidad, que nada tiene que ver con la apacible vida a su exterior.
Rudolf Höss (Christian Friedel), el comandante de Auschwitz, siempre impecable, sale de su casa, monta su caballo hermoso, cruza la calle, atraviesa el portón. Un día de más de trabajo en el campamento. A mediodía, la señora Hedwig Höss (Sandra Hüller) comparte té y galletas con otras señoras de oficiales, el cotilleo es sobre sus nuevas adquisiciones procedentes de varios “países” (prisioneros del campamento), y de cómo “ellos” pueden ser tan inteligentes para esconder sus pertenencias.
En su oficina Rudolf atiende la presentación de planos por un contratista, que propone hornos rotativos, más eficientes, con mayor capacidad de carga y un sistema de enfriamiento que multiplicará las horas diarias de operación. Ante un error insignificante Hedwig expresa casualmente a una de sus sirvientas “Puedo hacer que mi esposo esparza tus cenizas por los campos de Babice”. No hay más que decir. Las imágenes son suficientes. El aterrador diseño sonoro hace su parte para incrementar la sensación de incomodidad ante un retrato histórico.
El sentimiento de pavor permanece mucho tiempo después de concluida la cinta. La idea de que la mayor parte del mundo “civilizado” ha sido construido de tal forma, por personas que ejercen trabajos, siguen ordenes, ejecutan directivas.
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