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El fantasma de rectoría

En mi libro Mitos y leyendas de Mexicali, cuya primera edición es de 2003, yo intentaba compendiar las historias que ponían la carne de gallina a los cachanillas porque, desde mi perspectiva, toda ciudad guarda secretos.

Gabriel  Trujillo

En mi libro Mitos y leyendas de Mexicali, cuya primera edición es de 2003, yo intentaba compendiar las historias que ponían la carne de gallina a los cachanillas porque, desde mi perspectiva, toda ciudad guarda secretos, mantiene bajo su fachada de normalidad historias fantásticas, misterios sin resolver, enigmas que se difunden en voz baja, relatos maravillosos o terribles que habitan las tierras de la imaginación popular, donde pasean fantasmas, apariciones, seres de otros mundos. Estas leyendas lo mismo se dan en la zona rural del valle que en las calles repletas de Mexicali. Pasan de boca en boca y pocas veces las reconocemos como lo que son: una historia alternativa de nuestra mentalidad, una prueba, hecha de magias y conjuros y creencias ancestrales, que se niega a morir ante el progreso de la civilización. Para los escuchas embelesados, para los crédulos creyentes, son relatos de la vida normal porque, para muchos mexicalenses, lo extraordinario, lo raro, lo paradójico y lo inexplicable son los elementos sustanciales de su paso por el mundo, de su vida en esta tierra llena de espejismos y sorpresas, de realidades más allá de lo real.

Por eso Mexicali, como tierra de frontera, como espacio donde es fácil que cada recién llegado haya vivido pequeñas odiseas o grandes hazañas, las leyendas saltan a la vista y se cuentan en casas y cantinas, en oficinas y escuelas, y se oyen con una sonrisa de duda y con una mirada de interés genuino. Somos, como cachanilla, terreno fértil para la fantasía. El solo hecho de creer en el paraíso de América ya expone nuestra alta fidelidad por la esperanza mágica de una vida mejor, por el deseo de alcanzar lo olla de oro al final del arcoiris. Pero las leyendas urbanas también son relatos moralistas, que previenen contra los bailes de moda o las diversiones juveniles. Intentos censores que usan el miedo como propaganda contra la modernidad urbana avasallante, incontenible. Defensas a favor de la tradición y las buenas costumbres que sólo les queda asustar, con viejos monstruos, a las nuevas y ya nada crédulas generaciones jóvenes que saben que lo real es más peligroso que lo fantástico.

Mitos y leyendas de Mexicali ha sido uno de mis libros que más se ha reeditado. Hasta la fecha lleva cuatro ediciones y es una obra de la que todavía ahora, a casi veinte años de distancia, la gente se me acerca para comentar tal o cual historia terrorífica en la que se dice ha participado o ha sido testigo. Yo la veo como una obra que toca un nervio sensible de nuestra comunidad: el de nuestra relación con los muertos, el de nuestro lazo con lo que nos asusta y nos estremece. Uno de los textos que hizo furor entre mis compañeros universitarios fue la leyenda del fantasma de los sótanos del edificio de Rectoría de la UABC.

Cuando se publicó Mitos y leyendas de Mexicali, muchos de los empleados de la UABC que trabajaban en el sótano y que leyeron el libro me proporcionaron más datos sobre la aparecida. Lo que me impresionó no fue su creencia en los fantasmas sino sus deseos de contar sus propias experiencias como una forma de catarsis personal. Hubo quienes señalaron que la aparecida estaba relacionada con las propias actividades que se realizaban en el edificio durante el tiempo que fue el palacio de gobierno (de 1922 hasta 1977) y que su presencia era un símbolo fantasioso de aquellos tiempos en que los sótanos de este edificio albergaron los separos de la policía estatal y las dependencias donde trabajaban los célebres chemitas, los guardaespaldas de Braulio Maldonado, el primer gobernador de la entidad de 1953 a 1959.

En la presentación del libro conmemorativo del palacio de gobierno-rectoría de la UABC, en septiembre de 2022, me sorprendió descubrir que muchos universitarios que trabajan en los sótanos de este edificio me contaran sus experiencias con el fantasma de este recinto. El relato de sus apariciones continuaba y no sólo eso: Laura Figueroa, la jefa del departamento de Editorial, decía que el espíritu fantasmal los había seguido a sus nuevas instalaciones por la avenida Reforma. Es, pues, extraordinario, comprobar que nuestra necesidad de espíritus, de contacto con los fallecidos, sea tan grande. Me recordó lo que dijo una aristócrata francesa del siglo XVIII cuando le preguntaron si creía en los fantasmas: “Por supuesto que no creo en ellos”, les contestó, “pero me asustan”.

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