Los sótanos y sus espíritus
En la tradición cultural nacional, el fantasma es un alma en pena. Pero nuestro fantasma no es el personaje principal de esta historia sino los que lo cuentan.
En la tradición cultural nacional, el fantasma es un alma en pena. Pero nuestro fantasma no es el personaje principal de esta historia sino los que lo cuentan. Es decir: son ellos los que nos recuerdan, a través de un relato de miedo y estremecimiento, que algo “huele a podrido en Dinamarca”, que falta una historia por contarse. El fantasma, su leyenda, es sólo un medio para recordarnos a nosotros mismos que debemos dar voz a los humillados, a los olvidados, a los desaparecidos. Que la historia de un espacio urbano no es sólo la suma de sus detalles arquitectónicos, de sus galas y festejos, de sus ceremonias oficiales y sus pasarelas de ricos y famosos. Un recinto como el palacio de gobierno del estado de Baja California, hoy rectoría de la UABC, nos ofrece la posibilidad de atisbar, gracias a los mecanismos del relato sobrenatural, una realidad por demás triste y dolorosa. Es un reconocimiento de que incluso los burócratas que trabajaban uno o dos pisos arriba sabían que bajo ellos el horror hacía de las suyas, que la ley se volvía una conducta que violaba los derechos humanos de sus semejantes. En esa situación imposible entre lo que dictaba la conciencia y lo que dictaba la propia supervivencia, el fantasma adquiría la personalidad del testigo de cargo: el que no se calla, el que aúlla en la oscuridad su indignación, su miedo, su espanto. Así, el fantasma es un mártir cuya experiencia dolorosa queda plasmada en el sitio donde la sufrió. Y por eso mismo es una presencia que sigue, con sus apariciones, recriminando a nuestra sociedad su silencio al respecto, su indiferencia ante tamaña injusticia.
La primera vez que entré a los subterráneos de la rectoría fue en 1981. En cuanto puse el pie en aquellos pasillos sinuosos, llenos de cajas con libros y mesas de diseño, supe que había encontrado un nuevo hogar. Con los años acabé siendo parte del mobiliario, como todavía muchos me lo recuerdan. En 1985 me convertí en editor universitario al sacar, para la Dirección General de Asuntos Culturales, la revista Travesía (1985-1992) y como parte del personal de esta dirección trabajaba en los sótanos del edificio adyacente al de Rectoría, donde pronto conocí esta sección de los subterráneos y de inmediato escuché el relato de la aparecida en boca de sus testigos.
Cada relato sobre esta aparición expone más sobre quien lo cuenta que sobre el fantasma mismo. Exhibe, en suma, nuestras carencias y dudas, nuestros anhelos y miedos. Por eso las leyendas urbanas son un patrimonio cultural, una expresión de la sique colectiva de una determinada comunidad. Su creación es trabajo de muchos, porque para ponerla frente al público requiere de la cooperación de quienes la inventan tanto como de quienes la escuchan y difunden ante propios y extraños.
Las leyendas urbanas son historias híbridas porque toman lo mismo del cuento de terror que de la nota roja para elaborar sus relatos sobrenaturales. Su objetivo, sin embargo, no es simplemente asustar a los oyentes sino ofrecerles un drama con el que puedan interactuar, sentirse responsables, compartiendo sus descalabros y zozobras. En la gran mayoría de los casos, estas historias se convierten en advertencias sobre los males de su tiempo, en juicios de valor sobre las conductas prevalecientes. Pero en ocasiones excepcionales, estas leyendas sirven para educarnos sobre la vida en sus dilemas, sobre la verdad en sus descarnadas paradojas.
Las mejores leyendas urbanas cuentan con el atributo principal de tener vida propia, de mostrar vívidas realidades que todos podemos sentir nuestras. Obras literarias que pasan de la oralidad a la página impresa o a la pantalla de nuestras computadoras y celulares. Memoria común que cada quien adereza a su manera. Narrativa que amalgama lo real con lo fantástico, lo increíble con lo ordinario, lo ficticio con lo factible. Bomba Molotov que estalla en su juego de luces y sombras. Viva contradicción donde todo es posible.
Para muestra basta con tomar una ciudad de frontera como Mexicali, donde los subterráneos, empezando por los de la Chinesca, tienen tanta importancia histórica, y observar con detenimiento nuestros edificios más memorables, esos llenos de personajes de nuestro pasado en común, plenos de acontecimientos de primer orden. Sí, como el edificio que hoy es la Rectoría de la UABC y que, por 55 años fue el palacio de gobierno de la entidad. Recuérdenlo: en sus sótanos aún hablan los espíritus.
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