Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades
Dir. Alejandro G. Iñárritu
Es mentira la verdad. O eso quiere dar a entender Alejandro González Iñárritu en su mejor película hasta el momento.
Siguiendo el ejemplo reciente de varios directores contemporáneos que han visitado su pasado a través de la lente, Iñárritu hace lo propio, volcando la cámara sobre sí mismo para deambular, cuál intangible fantasma, por su pasado, su presente y su futuro.
Es inevitable señalar las evidentes influencias sobre su obra. Desde el inicio, con el personaje que flota por las nubes, se observa la reverencial cita/imitación a Fellini, misma que nunca niega, por el contrario, la refuerza constantemente. Y es que el documentalista Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), como el Marcello y el Guido de Fellini (La dolce vita y 8/12 respectivamente) también es el alter ego del director, utilizado por Iñárritu para presentar una autoficción excesivamente apegada a la realidad.
La narrativa lleva a Silverio a través de viñetas a veces cronológicas, a veces inconexas, a veces oníricas, que recorren su cotidianidad. La de un director mexicano, que trabajó en radio, publicidad y televisión, que triunfó mundialmente, que veinte años atrás se mudó (con su familia) a Los Ángeles, que será reconocido con el mayor premio estadounidense. Retrato más que fiel del autor.
Pero Iñárritu no se detiene en la superficie, su aparente solipsismo lo lleva a desnudarse y ver sus errores y defectos, su síndrome del impostor, que en su homenaje/imitación de Fellini y Sorrentino, lo hace sentir quizá aún más culpable y fantoche.
Por lo mismo, como lo hizo previamente en Birdman, de nueva cuenta se cura en salud, con un personaje que hace la voz, que seguramente escucha todo el tiempo (dentro y fuera de su cabeza), esa furiosa voz que grita al mundo entero toda la hipocresía de un “artista” burgués que ha vivido de explotar la miseria que existe en su país, que se forjó gracias a la publicidad capitalista que critica y rechaza, y que será validado por los mismos gringos que tanto detesta, mientras vive en su país, que le brinda la tranquilidad tan trágicamente carente en el propio. Ese personaje, excompañero resentido, que se quedó en México, espeta todas las críticas imaginables sobre Silverio/Iñárritu y su obra, cuidando no dejar fuera una sola de sus deficiencias, lo pretenciosa, “onírica”, plagiaria y ridícula que resulta, viniendo de él. Desarmando así, rotundamente, a todos los posibles detractores, con la estrategia de Cyrano de Bergerac.
Por el camino a través del bardo (una especie de limbo existencial y, en este caso, narrativo), la crítica no sólo es autodirigida, Iñárritu también hace mordaces señalamientos histórico/políticos a sus dos países, el natal y el elegido, recordando que ahora (o a veces) en ninguno de los dos es bienvenido. Incluso su nacionalidad se encuentra en el limbo.
En cuanto a forma, la cinta es impresionante, en gran parte por la impecable fotografía de Darius Khondji, que recrea/captura con una precisión inaudita (y nunca antes vista en cine) la luz natural de la ciudad de México, con sus claroscuros, ocasionados por chubascos repentinos.
Quizá el único defecto señalable (siendo que el director se encargó de exacerbar todos los demás posibles) se encuentra en algunos diálogos/monólogos que resultan excesivamente didácticos, y que no logran fluir con naturalidad ni de la boca de Giménez Cacho, cuantimenos de la de los hijos de Silverio.
Sin embargo, el hecho es que después de dos décadas de cine “pretencioso”, respaldado por cuatro Oscares (dos de ellos como mejor director), sean o no, premios de consolación para un país entero bajo el yugo norteamericano; Iñárritu se ha forjado el derecho de hablar de sí mismo (y su criticado ego), en pantalla, y de un país, o dos, construidos sobre cadáveres.
Sacrílegamente, Silverio/Iñárritu, como Buñuel, se aleja con burgueses por el camino, y como Fellini, se da el lujo de hacerlo a ritmo de pegajosa melodía, antes de emprender nuevamente el vuelo, sobre el paraje desierto.
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