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Humor dominical

Susiflor le manifestó a su novio: “Debemos casarnos”. Replicó él: “¿Quién lo dice?”. Contestó Susiflor: “Mis papás, mis hermanos, mi ginecólogo, la cigüeña y yo”

. Catón

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

Don Chinguetas llegó a su casa cuando pasaba ya la medianoche. Su esposa le preguntó dónde había estado. “En una fiesta de la oficina -respondió él-. Nunca me he aburrido tanto”. “Si te aburrías -acotó la señora- ¿por qué tardaste tanto en regresar?”. Explicó don Chinguetas: “Es que no hallaba mi ropa”.

El joven Tirilito tenía 18 años de edad, y andaba siempre en un estado de gran nerviosismo, desasosiego e inquietud. Preocupado, fue a la consulta de un doctor, pero el médico no había llegado. Lo recibió la enfermera, una voluptuosa pelirroja de exuberantes dotes anatómicas. Bien pronto creció el interés de Tirilito al verla. Lo notó ella, pues el interés era visible, y le preguntó: “¿Por qué vienes a la consulta del doctor?”. Tirilito le explicó lo de su nerviosidad. “Creo saber la causa -declaró la enfermera-. Ven conmigo”. Lo llevó a la cama de exámenes clínicos y ahí le administró un tratamiento que dejó al muchacho no sólo absolutamente sosegado, sino en un delicioso sopor que nunca había sentido. Le dijo la pelirroja: “Son 2 mil 500 pesos”. Los pagó de buen grado Tirilito. Un mes después volvió a experimentar los mismos síntomas, y regresó al consultorio. Esta vez sí se encontraba el médico. Después de oír al joven le extendió una receta para un tranquilizante, y luego le indicó: “Son mil pesos”. Vaciló Tirilito y le dijo al facultativo: “Si no tiene usted inconveniente, doctor, preferiría el tratamiento de 2 mil 500 pesos”.

Susiflor le manifestó a su novio: “Debemos casarnos”. Replicó él: “¿Quién lo dice?”. Contestó Susiflor: “Mis papás, mis hermanos, mi ginecólogo, la cigüeña y yo”.

El doctor Duerf, siquiatra, le indicó a su paciente: “Está usted curado del delirio de grandeza que lo poseía”. “Gracias, doctor -repuso el hombre-. En recompensa le daré la mitad de mi reino”.

El rabino del pueblo llevaba una buena amistad con el cura del lugar. En plática con él le dijo: “A mí se me prohíbe comer carne de cerdo, y a ti te está vedado tener trato con mujer. Sin embargo, he oído que la carne de cerdo es muy buena”. Completó, mohíno, el cura: “Y yo he oído que lo otro es mucho mejor”.

Jactancio, hombre vanidoso, ególatra, pagado de sí mismo, se vanaglorió en mesa de amigos de sus conquistas amorosas. Declaró orgulloso: “Estoy con una mujer cada día, y en ocasiones con dos”. Al final de la reunión uno de los amigos le pidió: “Dime tu secreto. Yo nunca pesco ni un resfriado”. Le confió Jactancio: “Todas las mañanas voy a la calle Gladiola, de la colonia Floreta. En cada casa hay una esposa desatendida por su marido y ansiosa de compañía. Ahí es donde hago mis conquistas”. Al día siguiente el amigo puso en práctica el consejo. En efecto, no tardó en ver a una apetecible dama que regaba en el jardín sus flores. Entabló conversación con ella. A poco le dijo la señora: “¿No gusta pasar a tomarse una tacita de café?”. Preguntó él: “¿No será mucha molestia?”. “De ninguna manera. Pase usted”. “Usted primero”. No alargaré el relato. Las historias como ésta son necesariamente cortas. La tal tacita de café condujo a un trato más cercano, tanto que bien pronto la pareja se vio en la cama de la alcoba conyugal. En la refocilación estaban cuando el marido de la dama hizo acto de presencia. En estos casos los maridos terminan siempre por hacer acto de presencia de una manera o de otra. Al ver a su mujer en semejante trance el esposo le espetó dicterios denostosos tales como hetaira, zorra, maturranga, daifa y meretriz. Luego se dirigió al foll…: “Y en cuanto a ti, pend…, te dije que fueras a la calle Gladiola. Ésta es Magnolia”.

FIN.

Catón es Licenciado en Derecho y en Lengua y Literatura españolas/cronista de Saltillo.

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