Infancias entre el silencio y la sobreexposición: una mirada a la salud mental infantil
Expertos piden una ética del cuidado frente a los extremos en la representación de las infancias.

CIUDAD DE MÉXICO.- En la actualidad, la infancia suele narrarse desde dos polos opuestos: como una etapa idealizada sin sombras, o como una experiencia marcada únicamente por el dolor. En ambos casos, se borra la complejidad del sufrimiento infantil. Esta representación extrema —que lo mismo silencia que exhibe sin contexto— despoja al dolor de sentido y lo convierte en mercancía emocional: algo que se tapa o se muestra, pero que casi nunca se escucha.
Niñez como espectáculo o tabú
Frente a esta realidad, diversos especialistas llaman a recuperar el rol del adulto como garante del cuidado emocional, no como editor ni espectador del sentir infantil. Acompañar el dolor no implica corregirlo de inmediato, sino ofrecer un marco en el que las emociones puedan desplegarse sin juicio. La salud mental no nace del control, sino del vínculo y la presencia.
Un ejemplo de esta problemática se muestra en la docuserie Malas influencias, que retrata cómo en redes sociales las sonrisas de niños y niñas ocultan situaciones preocupantes: contratos abusivos, silencios obligados y un dolor maquillado para encajar en una narrativa vendible. La infancia se convierte en contenido, y su sufrimiento en material de consumo.
El mandato de la corrección emocional
Hoy, sentir se ha vuelto incómodo. El sufrimiento es visto como una falla o un exceso que debe resolverse rápido. Incluso el dolor debe mostrarse con buena cara. Este mandato se vuelve especialmente cruel cuando se impone sobre niños y adolescentes, quienes a menudo son obligados a calmarse, a superar lo que aún no comprenden, a “respirar” como fórmula mágica de control emocional.
En nombre de la salud mental, muchos infantes terminan siendo diagnosticados o medicalizados cuando en realidad lo que viven son procesos naturales como el duelo, el miedo o el trauma. En lugar de apresurar soluciones, es necesario otorgarles tiempo para alojar esas experiencias, darles palabras, y permitir que se inscriban en una narrativa que les brinde sentido.
La tendencia a corregirlo todo ha generado un auge de terapias exprés y técnicas de alivio inmediato. Sin embargo, lo que no se elabora permanece: el cuerpo guarda lo que el lenguaje no puede procesar. Cuando no se escucha, lo no dicho retorna en forma de síntoma. Y ahí es donde los atajos dejan de ser útiles.
Salud mental no es sinónimo de calma
En este panorama, la salud mental se concibe erróneamente como un estado fijo, medible y alcanzable. Pero en realidad, es un proceso subjetivo, relacional y siempre en construcción. No se trata de que los niños estén siempre tranquilos o funcionales, sino de que puedan atravesar el dolor acompañados, sin ser juzgados ni apurados.
Ante un trauma verdadero, no hay soluciones inmediatas ni fórmulas mágicas. Lo traumático desborda, no encuentra palabra ni marco. Solo puede comenzar a transformarse cuando otro —un adulto, un profesional, un cuidador— escucha de verdad, sin interrumpir, sin traducir lo que aún no está listo para decirse.
A veces, lo más terapéutico no es una técnica, sino una presencia constante. Volver a lo básico —cuerpo, palabra, vínculo— es urgente. Porque la salud mental infantil no es una promesa de felicidad ni de obediencia, sino la posibilidad de sentirse querido, cuidado y respetado, incluso en los momentos difíciles.
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