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Un remordimiento

Algún día se acabará el mundo. Todo lo que comienza tiene que acabar. Lo dice la lógica aristotélica y lo confirma el Filósofo de Güémez.

Sir Hubert Highass estaba narrando sus aventuras cinegéticas ante los socios del Gun and Gin Club de Londres. Relató: “Salí del campamento a fin de satisfacer una necesidad menor. De pronto surgió de la espesura un gran gorila. ¿Qué hacer? Había dejado en la tienda de campaña mi rifle Magnum y mi cuchillo de monte. Agarré entonces al simio por la cola, le di varias vueltas en el aire y lo arrojé lo más lejos que pude. Así salvé la vida”. Habló uno de los socios: “Perdona, old chap. Los gorilas no tienen cola”. Repuso el narrador: “Pues no sé de dónde lo agarraría, el caso es que salvé la vida”. (Nota: El relato de sir Hubert no es creíble, como casi todas las historias que los cazadores cuentan. Los expertos en fisiología animal reportan que el pene de los gorilas es ridículamente pequeño en relación con su corpulencia, tanto que las gorilas nunca saben si ya están ahí o todavía no. Tomemos pues cum grano salis, o sea con cauteloso escepticismo, la anécdota narrada por el cazador inglés). Algún día se acabará el mundo. Todo lo que comienza tiene que acabar. Lo dice la lógica aristotélica y lo confirma el Filósofo de Güémez.

A mediados del pasado siglo corrió el rumor de que el final del mundo había llegado ya. Incluso se dio a conocer la fecha de su acabamiento: 31 de diciembre de aquel año. Un cierto señor cura, temeroso del acontecimiento, acudió ante un colega suyo y le pidió que lo oyera en confesión. Le hizo la relación cabal de sus pecados; no omitió ninguno de los que había cometido a lo largo de su vida. Llegó el fatal día en que el mundo iba a acabarse, y no se acabó. Lo prueba el hecho de que aquí estamos todavía, leyendo tú esto y recordándolo yo. Mohíno y atufado masculló con enojo aquel presbítero: “Tiznada madre. Todo sucede: Va uno y se desprestigia todo, y el mundo ni se acaba”. Se acabará, seguramente, si no se frena el calentamiento global. Está bien comprobado que el nivel de las aguas de los océanos ha subido por causa del derretimiento de los hielos polares. Si las cosas siguen así los continentes quedarán sumergidos en el mar. De nada me servirá subirme a la higuera más alta del Potrero. Quizá yo no me vea en tan penosa situación, pero les tengo dicho ya a mis nietos que se vayan consiguiendo un cayuco, piragua o trajinera para salvarse de esa tremenda inundación global. Lo peor de todo es que nos echarán la culpa a nosotros por haber seguido usando combustibles fósiles en vez de recurrir a las energías limpias, como la eólica, la solar o la geotérmica. Me iré, pues, de este mundo con un remordimiento. Y no me animaré a hacer confesión general de mis pecados, pues la mayoría de ellos son inconfesables. Como dijo el poeta de Jerez; “De mis pecados, los más negros están enamorados”. Una señora le contó a su vecina: “Mi marido desapareció hace una semana. Lo he buscado por todas partes y no lo he encontrado”. Sugirió la otra: “¿Por qué no llamas a la Policía?”. “Oh no -se asustó la mujer-. Ellos sí lo encuentran”. Cholina, frondosa mujer en flor de edad, casó con don Tonito, vetusto caballero. Cuando la desigual pareja regresó de su viaje de bodas una amiga de la desposada le preguntó, traviesa: “Y ¿qué te dijo el novio cuando llegaron a la suite nupcial? ¿’Al fin solos’?”. Aclaró Cholina: “No estábamos solos”. “¿Cómo? -se sorprendió la amiga-. ¿Quién iba con ustedes?”. Respondió la recién casada: “Pierre, el valet de cámara de mi marido”. Quiso saber la otra, intrigada: “¿Y para que lo necesitaba don Tonito?”. Explicó Cholina: “Para que lo subiera a la cama y lo pusiera arriba de mí”. FIN.

El autor es licenciado en Derecho y en Lengua y Literatura españolas/cronista de Saltillo.

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