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La desesperación de los haitianos en México

México, bajo intensa presión de EU, está creando su propio muro

Los haitianos siguen llegando a México. Pero lo que quieren, de verdad, es que los dejen llegar a EU. Están agotados. Han recorrido muchos países, tramos de selva sin caminos y sin ley después de haber sufrido tragedias acumuladas. La vida se ha ensañado con ellos. Y merecen un respiro.

Para llegar a EU por México, los haitianos primero tienen que cruzar el río Suchiate, que separa al País de Guatemala. Este río no tiene fama de ser salvaje y aún en época de lluvias permite el paso de miles de inmigrantes. Cruzarlo -en unas balsas hechas rudimentariamente con cámaras de llantas y tablas- cuesta un dólar y medio por persona. Muchos haitianos prefieren atravesarlo de noche y en puntos ciegos.

Acabo de estar ahí y junto al río no vi agentes ni policías. Y, cuando aparecían, no impedían a nadie el paso desde Guatemala. El problema llega después, cuando esos mismos migrantes tratan de avanzar por las carreteras. Ahí los están parando y arrestando. Y para subirse a un autobús les piden documentos migratorios para demostrar que están legalmente en el País.

México, un País con millones de inmigrantes en EU, ahora se ha dado a la vergonzosa labor de detener inmigrantes de otras naciones que sólo quieren cruzar por su territorio. Al hacerlo, están violando su derecho de tránsito. México, bajo intensa presión de EU, está creando su propio muro.

En México hay unos 30 mil haitianos, según le dijo un alto funcionario de la Secretaría de Relaciones Exteriores a The New York Times. Conocí a algunos de ellos en Tapachula. Sus historias suelen ser dolorosas y su llegada a este país viene precedida de atrocidades y recorridos largos.

Muchos huyeron de Haití tras el terremoto de 2010 y se asentaron en países sudamericanos, como Brasil y Chile, donde encontraron algunas facilidades migratorias. Pero la falta de oportunidades y los problemas económicos derivados de la pandemia les hizo tomar la dramática y difícil decisión de irse hacia EU.

Es el caso de Silvio y Sandra, quienes salieron de Haití y llegaron a Chile. Ahí nació su bebé. Cuando cumplió dos meses, iniciaron su travesía hasta México. “Vinimos en un viaje terrestre”, me dijo Silvio, que duró “unos 25 días”. Cuando hablé con ellos, la bebé dormía plácidamente, como si no hubiera cruzado medio continente.

Un muchacho haitiano que vende agua de maracuyá en el mercado de Tapachula recorrió “como nueve” países antes de llegar a México. Vivió en Sudamérica por un tiempo, pero cuando el coronavirus acabó con los trabajos comenzó su camino hacia el Norte. Le pregunté si quería llegar a Estados Unidos. “Sí, claro”, me dijo. Varios haitianos hablan de pandillas, delincuencia y malos políticos en su país. Y casi siempre hay historias de muertes. “Un niño mío se murió, mi papá se murió”, me dijo otro hombre, “y entonces yo vine aquí buscando la vida”.

También encontré inmigrantes de otros países. Mariana, de Angola, en el Suroeste de África, ayuda en el puesto de pollos del mercado de Tapachula. Llegó a México con su mamá desde Brasil. Y me narró con horror cómo vio a “personas muertas” al cruzar el Darién, un peligroso tramo entre Colombia y Panamá que separa Centroamérica de Sudamérica. Mariana tiene la mirada alerta de quien ya ha vivido mucho a pesar de tener sólo 16 años.

Por el Darién tienen que cruzar muchos haitianos para llegar a México. Pero al llegar aquí su vida no es fácil. Los vi deambular por las calles de esta ciudad, sin rumbo fijo, con niños colgados de las manos y sin dinero para la siguiente comida. Todo lo que tienen lo llevan cargado. Y regresar a Haití, tras el terremoto del pasado agosto que dejó más de 2 mil muertos, es impensable.

No tienen papeles para vivir legalmente en ningún país fuera de Haití, la burocracia mexicana no se da abasto para registrarlos y muchos de los recién nacidos no pueden conseguir sus actas de nacimiento. Durante mi visita vi a dos bebés que acababan de nacer: Tenían nombre, pero no documentos. Estos migrantes no existen para nadie.

A las afueras de Tapachula, el padre Cesar Cañaveral hace malabares para alojar a alrededor de 300 refugiados en el albergue Diocesano Belén. Es una labor casi milagrosa. Pero hay que estirar la comida, no hay leche para los niños ni cama para todos. La iglesia, el jardín, el seminario y hasta las oficinas están repletas y sirven de alojamiento por unas semanas para los afortunados que lograron entrar.

Cuando me fui del albergue seguían llegando inmigrantes, que hacían una larga fila en la calle con la vaga esperanza de entrar. No tenían nada: Ni papeles, ropa, comida o dinero. Sólo tenían el testimonio de alguien que les había dicho que ahí quizá les podía ayudar.

Esta es la nueva cara de la migración.

Estuve en esta ciudad en 2018, cuando las caravanas de centroamericanos pasaban por territorio mexicano en camino hacia EU. Para los migrantes era preferible enfrentarse a la crueldad de la era de Donald Trump que lidiar con la violencia, las pandillas, el hambre y el cambio climático en Guatemala, Honduras y El Salvador. Luego vendrían venezolanos y cubanos. Ahora son los haitianos.

A Haití le ha ido muy mal en la repartición de tragedias. Además de los terremotos, la violencia lo ha trastocado todo. En julio de este año fue asesinado el presidente Jovenel Moïse, lo que sólo ha generado una mayor inestabilidad política. El actor y activista haitiano Jimmy Jean-Louis me comentó que la violencia de las pandillas “lleva ya unos años pero el último año ha sido mucho peor”. Y si a la historia -marcada por dictaduras, crisis y atrocidades naturales- le sumamos que Haití fue la última nación del continente en recibir vacunas contra Covid, hay poco margen para el optimismo.

Tapachula ha sido una ciudad extraordinariamente generosa con los inmigrantes. Yo he visto a gente salir de su casa para darle comida y agua a los agradecidos extranjeros. Pero no hay recursos ni lugares suficientes para atender apropiadamente a la nueva ola de inmigrantes haitianos. La fuente de la plaza central ha sido cercada para evitar que los recién llegados la usen para tomar agua y lavarse. Tapachula está desbordada.

La ironía es que los haitianos se quieren ir de aquí. En sus planes de vida nunca estuvo el deseo de asentarse en Tapachula. Pero el Gobierno mexicano no los deja. Soldados, miembros de la Guardia Nacional y agentes del Instituto Nacional de Migración acechan a los que se echan a andar por las carreteras y tienen autobuses preparados para regresarlos a Tapachula. Y a los que ya no pueden más o tienen peor suerte, repatriarlos “voluntariamente”.

Al final, todo esto es inútil. El muro de México, como el de EU, tampoco podrá parar a quienes huyen de circunstancias desesperadas. Y poco a poco, o en caravanas, estos inmigrantes haitianos se irán de aquí en su ruta hacia el Norte.

Cuando lo has perdido todo -hasta el miedo- nada te puede detener.

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