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Humor dominical

El tipo se apresuró a recoger el ojo, lo limpió con su pañuelo y volvió a ponerlo en su lugar, o sea donde la chica lo traía puesto.

Nadie debería leer el cuento con que empieza hoy esta columna. De muy dudoso gusto, es además inverosímil, y tiene un final realmente absurdo. Si a alguno de mis cuatro lectores le disgusta el chascarrillo entenderé su mortificación. En una fiesta un joven invitado entabló conversación con una chica.

De pronto ella se agachó a recoger algo, y entonces sucedió algo en extremo penoso. La muchacha tenía un ojo de vidrio, y cuando se inclinó se le salió de la órbita y fue dando botes por el suelo. El tipo se apresuró a recoger el ojo, lo limpió con su pañuelo y volvió a ponerlo en su lugar, o sea donde la chica lo traía puesto. La joven mujer no dijo nada. Tomó de la mano al invitado, lo condujo a una alcoba y ahí le hizo el amor cumplidamente. Al terminar aquel gratísimo deliquio el galán le preguntó a la chica: “¿Haces esto con todos los hombres?”. “No -respondió ella-. Nada más con los que me llenan el ojo”.

Don Pecunio, provecto hombre de empresa, soltero, rico y dueño de grandes bienes de fortuna -jet privado: Un yate; una villa en la Toscana; un hotel en París; un edificio de departamentos frente a Central Park, en Nueva York, y una casa en Saltillo-, con trajo matrimonio con Pompilia, mujer en flor de edad y guapa. Un cierto amigo del vetusto galán le preguntó, admirado: “¿Cómo lograste que esa muchacha tan joven y hermosa aceptara casarse contigo? ¡Tienes 80 años!”. Explicó don Pecunio: “Le dije que tengo 90”... Pepito mostró gran interés en la historia que ese domingo les contó a los niños la señorita Peripalda. Le dijo: “Tengo una pregunta”. “Adelante, Pepito” -lo animó la piadosa catequista. Dijo el chiquillo: “San José era carpintero ¿verdad?”. “Así es” -confirmó la señorita. Siguió Pepito: “Jesús murió por nuestros pecados, pero resucitó y subió al Cielo”. “En efecto”. Continuó el chiquillo: “La Virgen María murió también”. Le aclaró la catequista: “En verdad no murió. Al final de su vida se quedó como dormida -a eso se le llama “dormición”-, y fue llevada al Cielo en cuerpo y alma. Pero dime: ¿Cuál es la pregunta?”. Inquirió Pepito: “¿Quién se quedó con la carpintería?”.

Doña Semit Onada se creía una Tebaldi o una Callas, pero la verdad es que tenía muy fea voz. Cuando cantaba parecía que un gato estaba miando. (“Miar: Maullar el gato”. Diccionario de la Academia).

En cierta ocasión la invitaron a cantar dos piezas en la velada de aniversario del Club de Jardinería Gimnosperma. Ella escogió el aria “Casta diva” y el bolero “Amor perdido”. Quería satisfacer todos los gustos del culto y exigente público (más exigente que culto, hay que decirlo). Le comentó a su marido: “Voy a cantar en el Teatro Pelía. ¿Quién me sugieres que me acompañe?”. Sin vacilar respondió el señor: “Un guardaespaldas”. De nueva cuenta nos topamos con Jactancio, sujeto vanidoso y presumido.

En un antro se le acercó una dama y le propuso: “¿Bailamos?”. Con displicencia respondió Jactancio: “No soy precisamente un bailarín, pero está bien: Bailemos”. En seguida la mujer le dijo: “¿Tomamos una copa?”. Con el mismo tono replicó Jactancio: “No soy precisamente un bebedor, pero está bien: Bebamos”.

Sugirió ella: “¿Vamos a un motel?”. Sin dejar su actitud desdeñosa contestó Jactancio: “No soy precisamente un lujurioso, pero está bien: vamos”. Fueron al Motel Kamawa; ocuparon la habitación 210 e hicieron lo que se acostumbra hacer en tales establecimientos. Al término de las acciones Jactancio se dispuso a retirarse. Le preguntó la mujer, cuyo oficio ya se adivina: “¿Y el dinero?”. Le dijo, apático, Jactancio: “No soy precisamente un gigoló, pero está bien: Venga el dinero”. FIN.

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