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El dolor edifica

El tren era el transporte más común para estudiantes en viajes largos; la travesía hasta Hermosillo era de 40 horas

El 21 de diciembre de 1970 veníamos muchos estudiantes universitarios en el tren bala de la CDMX a Sonora, Sinaloa y a la entonces Baja California Norte. El tren era el transporte más común para estudiantes en viajes largos; la travesía hasta Hermosillo era de 40 horas. Por la mañana de ese día un compañero que durante la escala en Guadalajara llamó a sus familiares se enteró que, durante la noche previa, un incendio en un hotel de Tucson había tomado la vida de varios niños y adultos de Hermosillo y más personas de otros lugares. Nos preocupamos mucho porque temíamos que nuestros padres y hermanos se hubieran hospedado en ese hotel esa noche ya que, como hoy, ir en esas fechas a Arizona a comprar ropa y juguetes era muy común. Pasamos ese día y su noche intranquilos; no había entonces celulares ni casetas de teléfonos y en las estaciones del FFCC era muy difícil que se nos facilitara un teléfono para llamadas de larga distancia. Al llegar a casa nos tranquilizó saber que nuestros familiares no habían ido a Tucson o no estuvieron en ese hotel. Yo, para entonces ya estudiante de Medicina en la UNAM, sabía que en Hermosillo ejercía un cardiólogo, el doctor José Antillón, y me enteré que él, su esposa y tres de sus nueve hijos habían fallecido en el incendio y otro hijo sufrió heridas graves quedando hospitalizado en Tucson. No volví a saber más del tema, permanecí 10 años más fuera de Hermosillo y poco después de regresar me enteré que uno de los hijos del doctor Antillón, José, recién llegaba a Hermosillo como médico especialista en ultrasonido. Más adelante llegaron sus hermanos Ignacio y Joaquín, también especialistas en imagen diagnóstica. Luego los fui conociendo y apreciando; los tres ciertamente muy luchones, buenos médicos y hoy amigos. Después, poco más supe de la vida pasada de aquellos seis hijos e hijas que tuvieron que vivir y crecer separados desde una temprana orfandad, tres en Monterrey y tres en Tijuana. Alguna vez Nacho me platicó que una de sus hermanas, periodista, trabajaba en una televisora de Tijuana y, hace varios meses, me comentó que ella, Martha, la menor, de apenas 1 año de edad en la fecha del incendio, recién había escrito un libro sobre el tema y que deseaba que yo lo leyera y le diera mi opinión. En noviembre del año pasado mi esposa -Gabriela- me comentó que unas amigas le recomendaron un libro nuevo de título Cicatrices escrito por una hermana de los Antillón (Martha, imagen adjunta) donde detalla cómo les pasó la vida después del trágico incendio. Al momento decidí, en silencio, que ese libro sería mi regalo de Navidad para Gaby y así fue. No lo tuve que comprar pues Nacho me lo ofreció y, aún más -me dijo- autografiado por Martha. Después de Gaby lo leí yo y tuve la misma experiencia que con otros dos libros (Quo vadis y El padrino) que me prendieron de tal modo que no podía dejar de leerlos ni para comer o dormir. Por supuesto que no voy a dar aquí detalles del libro, pero sí mencionar que es una historia de dolor, pérdida y vacío entremezclados con generosidad, lucha, entrega y agradecimiento, con un resultado tan compensador que nos enseña cómo el dolor, si se enfrenta con la apropiada actitud, no trae amargura sino madurez, crecimiento interior, amor y felicidad. Una lectura que a partir de un hecho muy doloroso nos muestra un racimo de resultados que, por la sabiduría y la entrega de unos pocos, trajeron esperanza y felicidad a muchos otros. El sufrimiento no es inútil, es edificante cuando se le encuentra sentido. Será buena lectura para esta Semana Santa, días de reflexión sobre dolor y esperanza.

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