Educar para decidir
Un primer problema todavía vigente en una parte de nuestra sociedad, consiste en creer que los niños “no entienden” antes de cierta edad.
Esta semana celebramos el día del maestro. Festejo un tanto engañoso pues el gremio magisterial sigue teniendo bajos sueldos, malas condiciones de trabajo y mucha responsabilidad; en eso los maestros reciben el mismo trato que las madrecitas: Mentadas todo el año y recordadas con cariño falaz una jornada solamente.
Si bien hay una cierta unanimidad en considerar que la tarea de educar es fundamental para el avance del niño hacia una edad, hay menos acuerdo en las concepciones sobre educar y educandos, y las prácticas coherentes con esas nociones, en lo que respecta a la idea de la persona y sus formas de conocimiento. Revisando con ojo crítico algunas de los modos con las que se pretende educar, se encuentran errores de concepción que resultan flaco cimiento para una educación recta.
Un primer problema todavía vigente en una parte de nuestra sociedad, consiste en creer que los niños “no entienden” antes de cierta edad. Una observación atenta permite plantear que, en buena parte de las familias y centros educativos, se trata a los menores de seis años como incapaces de comprender y menos de aprender. A lo sumo son objeto de entrenamiento o domesticación: Caminar, hablar, tomar biberón, controlar los esfínteres y otras tareas, que se machacan sin explicación, y sin admitir inteligencia. Se oyen frases como: “Hasta parece que entiende...” para referirse a un mocoso travieso y taimado. Se usan también rutinas como engañar al chiquillo para llevarlo a lo que los mayores pretenden, sin explicar razón o causa.
De este modo el chamaco llega a la primaria sin entender el sentido de los límites de su actuar, pero con la experiencia más o menos dolorosa, de que se los imponen por la fuerza o el engaño, ignorando su intelecto que ya para los 7 años lleva un buen tiempo comprendiendo su entorno, apropiándose de un instrumento complejísimo y necesario para moverse en él, el lenguaje, y con una experiencia irrefutable de ser inteligente, pero también poseedor de una cierta desconfianza sobre sus propias posibilidades, fruto de la negación constante de su capacidad de discernimiento.
Y en muchas escuelas aún predomina la concepción del educando como recipiente, al que hay que colmar de saberes; y la inteligencia como una página en blanco en la que hay que escribir, y remachar con una repetición interminable. Eso provoca una relación de subordinación: Hay el que sabe y los muchos que no; los primeros procuran que los segundos se colmen de contenidos en una acumulación que se demuestra por la capacidad de repetición. Saber algo, en ese contexto, consiste en tener habilidad de repetir. Poco se espera que, además, el chiquillo entienda lo que dice.
Aprender, en este sentido, no es más que repetir lo que el maestro expone. Y mientras más parecida es la cantinela, se supone que “aprendió” mejor. Por eso en muchas escuelas, hogares, catecismos y otros centros educativos, lo que se recompensa es la capacidad infantil de mimetizarse con el adulto, y se sancionan los intentos de pensar y decidir por sí mismos. Se niega al sujeto como actor de su aprendizaje.
A eso habría que oponer una concepción del niño como inteligente desde que nace, abierto a todo tipo de estímulos y con capacidad de comprenderlos. Educar, entonces sería ir proveyéndole de elementos para que desarrolle su potencial de acercarse a lo desconocido como meta de su curiosidad, e ir formando su capacidad de investigar el entorno y razonar hasta llegar a juicios válidos sobre lo que se le presenta como problema.
Así, educar sería provocar a la inteligencia para que piense rectamente, decida y se haga cargo de su realidad; desgraciadamente educar todavía es, con demasiada frecuencia, llenar de contenidos informes una cabecita concebida como un barril más o menos grande, más o menos capaz. En la primera concepción se forman personas maduras y responsables; en la segunda, individuos más bien dependientes y menos comprometidos.
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