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Dos y dos son cuatro (quién sabe)

El derecho a la vida está opacado. La identidad sexual es una realidad biológica sometida al vaivén del deseo, de manera que se puede ser hombre femenino o mujer masculina.

Lo evidente se fue. Si por evidencia se entiende lo que es claramente cierto e indudable para nadie y por consiguiente no necesita demostración, pues resulta que, efectivamente, lo evidente se acabó. No se entiende de otra manera que hoy dudemos de la certeza del varón y de la mujer, de la verdad de la irreductible naturalidad del matrimonio entre ella y él, de la bondad que de suyo implica la procreación de una nueva persona o del valor de la vida humana y ya ni qué decir de la libertad de los padres para educar a sus hijos o del derecho a manifestar sin restricciones las propias convicciones. La ciencia, incluso, se viene reduciendo a un recurso o un instrumento no para encontrarse con la realidad sino para controlarla, disfrazarla u ocultarla. Y la libertad ha mutado de ser la capacidad de escoger la verdad y lo correcto en simplemente una idea útil para suplantar la mejor opción por la peor o al menos para justificar los caprichos. Y, entonces, si la evidencia ya se acabó, entonces ¿qué le espera al sentido común?: Nada. Tenemos aquí una serie de muestras que ratifican la despedida de la evidencia: Nadie sabe -ni sabrá- cuándo comienza una vida humana y, en cambio, lo que sí se sabe -dicen- es que un embrión muy temprano -por ejemplo de una o unas cuantas células- concebido por el concurso de una mujer y un hombre será lo que usted quiera, pero nadie podrá decir que es una vida humana, la vida de un ser humano, de una persona, y, en consecuencia puede disponerse de él según las intenciones y deseos de quienes tengan acceso a manipularlo, ya sea uno o ambos padres, el científico, el médico, el legislador, la mayoría de votos de los que se han atribuido esa facultad, etcétera.

Hoy, un médico no tiene derecho a administrar un antibiótico o a operar a un niño si los padres no lo aceptan, pero ese mismo médico está obligado -cada vez en más sitios- a administrar una serie de medicamentos para evocar (que no provocar) un cambio de sexo al menor. Un siquiatra tiene la responsabilidad de tratar a una persona que sufre insomnio, pero le está restringido o prohibido tratar a un joven que le solicite sus servicios porque le perturba su inclinación homosexual y le genera ansiedad. Hoy una mujer se ve reprendida o de plano discriminada de muchas oportunidades de trabajo si resulta embarazada. Hoy los esposos son señalados o cuestionados si tienen más hijos de lo que otros consideran razonable. En pleno siglo XXI es oprobioso e incluso constituye un peligro de muerte profesar tal o cual credo. Hoy, basta ser una persona añosa, enferma e “improductiva” para estar en riesgo de ser despedido de este mundo bajo el argumento de evitarse “cargas” de diverso tipo. Asombrosamente la identidad de persona humana no está hoy bien clara. El derecho a la vida está opacado. La identidad sexual es una realidad biológica sometida al vaivén del deseo, de manera que se puede ser hombre femenino o mujer masculina. Ya no sabemos quién o qué es un ser humano, quién es hombre o mujer, cuáles son los límites de la voluntad humana, por qué la fuerza de los deseos o caprichos es tal que podemos hoy ser uno y mañana otra y se habla más del derecho a la muerte que del derecho a la vida. Bien dijo el ingenioso escritor inglés, Gilbert Chesterton, que llegaría el momento en que dos y dos no son cuatro.

Médico Cardiólogo por la UNAM.

Maestría en Bioética.

jesus.canale@gmail.com

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