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Dos sombras

El hombre va al matrimonio pensando que su novia no cambiará. Ambos se equivocan.

Cada vez que los mineros de la región carbonífera de mi natal Coahuila bajan a la mina los aguardan en la oscuridad dos sombras: La del carbón y la de la muerte. Duro es su trabajo, y peligroso. Cuando salen de su casa no saben si regresarán. Los amenazan las explosiones, los derrumbes, las inundaciones. Si sobreviven a esos riesgos todavía los espera otro: El de las graves enfermedades que derivan de haber respirado durante años el polvo del nocivo mineral. La muerte es para muchos; el lucro para pocos. Periódicamente decenas de hogares se enlutan por la pérdida del padre, del esposo, de hijo; del hermano. El hecho de que lo mismo suceda en las minas de carbón de todo el mundo no sirve de consuelo. En ese sentido seguimos viviendo en el siglo 19. La tragedia sólo acabará cuando se acabe la explotación del hombre por el hambre; cuando se abandone el uso de las fuentes de energía fósiles; cuando en vez de la negrura del carbón usemos la transparencia del viento, la claridad del agua, la luminosidad del Sol. Mientras tanto las madres de los mineros del carbón en Coahuila, sus esposas, sus hijas y hermanas, deberán tener dispuestos siempre sus vestidos de luto. La naturaleza de este artículo me obliga a pasar ahora a la sección ligera. Al día siguiente de la noche de bodas la recién casada llamó por el celular a su mamá. Le contó llena de felicidad: “¿Recuerdas, mami, que siempre te dije que Pitoncio tenía un no sé qué? ¡Pues anoche me enteré de que tiene un sí sé qué!”… La mujer va al matrimonio pensando que su novio cambiará. El hombre va al matrimonio pensando que su novia no cambiará. Ambos se equivocan. Morrongo era borracho, güevón y mujeriego. Milinga se casó con él pensando que el sosiego del hogar le quitaría esas malas cualidades. No se las quitó: El tal Morrongo siguió siendo braguetero, beodo y holgazán. Un día Milinga se quejó con su vecina: “Mi marido me da muy mala vida. En los seis meses que llevo casada con él he perdido 5 kilos”. Le sugirió la otra: “Pues sepárate de él”. “Todavía no -respondió Milinga-. Me esperaré a perder otros 4 kilitos”. Picio, debo decirlo, era muy feo. Sus amigos lo consolaban: “No es que seas feo, Picho. Lo que pasa es que te equivocaste de planeta”. Para su desgracia el infeliz se enamoró perdidamente de Rubilia, joven mujer que a más de hermosa era dinerosa. Picio le llevaba serenatas con canciones como “Gema”, “Enamorado de ti” “Y háblame”. Ella salía por la parte de atrás de la casa y tomaba el siguiente autobús a Chetumal -vivía en una ciudad de la frontera Nortea fin de no tener que escuchar las amorosas endechas de su antipático galán. Un día éste le dijo: “Rubi: Si no me correspondes me arrojaré por la ventana de mi departamento”. “¡Éjele! -se burló la muchacha-. Vives en un primer piso”. Replicó Picio: “Me arrojaré 15 veces”. El novio de Glafira, la hija de don Poseidón, le dijo al severo señor: “Vengo por mero trámite a pedirle la mano de Glafira”. “¡Oiga usted! -se encrespó el vejancón-. ¿Quién le dijo que la mano de mi hija se pide por mero trámite?”. Contestó, cachazudo, el mozalbete: “Su ginecólogo”. Lorelei, ingenua joven, no sabía nada de las cosas de la vida, especialmente de lo que concierne a las abejitas y las florecitas. Aun así tuvo novio y se casó. La noche de sus bodas entró en la suite nupcial, tomó una silla, la colocó frente a la ventana de la habitación y se sentó. Le preguntó con extrañeza su flamante maridito: “¿Qué haces, amor mío?”. Explicó Lorelei: “Mi mami me dijo que ésta será la noche más hermosa de mi vida, y no quiero perderme ni un instante de ella”. FIN

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