El día que no me fui, algo murió en mí para siempre
¿Es más ético mentir con el cuerpo quedándose en un sitio donde ya no estamos, o ser honesto con el alma y marcharse hacia lo incierto?

Historias demasiado humanas
Dicen que la verdadera tragedia de “Francesca” (Meryl Streep) no fue que “Robert Kincaid” (Clint Eastwood) se fuera bajo la lluvia, sino que ella tuvo que seguir sirviendo el té como si no acabara de ocurrir un terremoto bajo su piel. Siempre nos contaron que Los puentes de Madison es la historia de una mujer que eligió a su familia, una oda a la abnegación que tanto nos gusta aplaudir en las cenas de Navidad. Pero quienes hemos sentido ese mismo tironeo en las entrañas intuimos algo más oscuro: Quedarse es, a veces, una forma de suicidio lento.
Yo estuve ahí, frente a esa misma puerta invisible. Sé lo que es sentir que el corazón golpea las costillas pidiendo permiso para huir, mientras la mano se queda petrificada en el picaporte haciendo cuentas de daños colaterales. No lo hice por santo; lo hice porque el amor a los otros suele ser el verdugo más implacable de nuestro propio deseo. Pero lo que uno no sabe en ese momento es que, al soltar el picaporte, una parte de nosotros se va en ese camión y nunca regresa a cenar.
Sospecho que quienes aseguran no haber sentido nunca algo similar es porque han tenido la suerte, o la chatura, de no haber tenido que elegir entre dos amores que se excluyen. Y no hablo sólo de la piel. Hablo de esas encrucijadas donde la vida nos parte al medio: El hijo que se queda a cuidar a sus padres en lugar de perseguir esa beca en el extranjero que no volverá; el artista que entierra sus pinceles para aceptar un empleo gris que pague las cuentas de una casa que apenas habita; el hombre que renuncia a su verdadera vocación para no defraudar el apellido que heredó. Son amores que se devoran entre sí. Amamos nuestra libertad, pero amamos más la paz de los que dependen de nosotros. El problema es que esa paz ajena se construye, muchas veces, sobre nuestros propios escombros.
Lo que sí tengo es la duda persistente, esa sombra que me acompaña cada vez que apago la luz y el silencio de la casa se vuelve ensordecedor. Me pregunto de qué sirve ser el pilar de un hogar si el pilar se está ahuecando por dentro, si lo que sostiene el techo no es la fuerza, sino el puro cansancio de no saber cómo irse. Es una forma de deshonestidad que la sociedad premia con el título de “lealtad”, pero que en la intimidad se siente como una estafa.
A veces me pregunto si “Francesca”, en sus noches de insomnio, no habrá maldecido su propia nobleza. Si no habrá pensado que un sólo minuto de esa vida “prohibida” valía más que décadas de tardes tibias. Yo he sentido ese mismo reproche frente al espejo. He sentido la humillación de mi propia prudencia y me he preguntado si la madurez no será, después de todo, el arte de aprender a vivir con la nostalgia de lo que nunca nos atrevimos a ser por miedo a romper a los demás.
Es una carga pesada. Porque al final, cuando el ruido del mundo se apaga, nos quedan las preguntas que nadie quiere responder. ¿Es más ético mentir con el cuerpo quedándose en un sitio donde ya no estamos, o ser honesto con el alma y marcharse hacia lo incierto?
¿Cuántas veces has soltado el picaporte por piedad a los que te rodean? ¿Quién es el verdadero traidor: El que se va buscando una verdad que lo salve, o el que se queda habitando una mentira para no herir a nadie?
Juan Tonelli
Autor de “Un elefante en la habitación”, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar. Conferencista.
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