Aquellas navidades
Tenía unos 10 años cuando encontré junto al árbol un librero de madera con 60 libros: La Colección Juvenil Cadete, con versiones adaptadas de novelas y clásicos de la literatura universal.

Batarete
El 24 de diciembre era, en mi niñez, una jornada agobiante: Desde el amanecer queríamos llegar a la noche, y esperar la madrugada para descubrir qué regalos nos había dejado Santoclós bajo el arbolito.
La Nochebuena, un rato antes del amanecer ya estábamos ilusionados escudriñando las tinieblas en busca de algunos bultos regados por el piso de la sala. Cuando prendíamos la luz nos aparecían cuatro conjuntos de juguetes, uno para cada hermano o hermana.
Por lo general eran un regalo principal para cada uno, una muñeca, o un triciclo, más algunos juguetes pequeños que completaban el obsequio. Había además “medias” adornadas con motivos navideños en las que el gordo bonachón había depositado dulces, chocolates y nueces.
Después de una mirada rápida corríamos a la recámara de los papás para avisarles que había llegado Santoclós y que se apuraran para ver lo que nos había traído.
Ellos acudían a constatar nuestra alegría, un tanto desvelados y siempre sonrientes.
La tarde anterior nuestros abuelos, José Santiago Healy, y la abuela, Laura G. Noriega, nos habían invitado a pasear por la ciudad para ver los adornos navideños, y dar tiempo a los papás para adelantar sus deberes prenavideños.
En su Ford 200, el Papy nos llevaba por la Serdán, era calle de dos sentidos entonces, para ver los aparadores y se cruzaba hasta la tienda de los Mazón, frente al Mercado Municipal, donde tenían un Santoclós mecánico que se movía con espasmos chirriantes mientras una grabación narraba entre jojojós que querían parecer risueños, sus aventuras en trineo desde el Polo Norte hasta la vieja Pitic.
En una ocasión me amaneció un carrito de pedales, rojo y con una campana en el frente: Una “bombera” con la cual estuve dando vueltas alrededor del sofá, tocando la campana sin cesar, hasta la hora del desayuno.
Estaba más grandecito cuando me llegaron unos patines que se adosaban a los zapatos y nos permitían “volar” por banquetas y plazas. Eran una maravilla mecánica: Traían una llave que permitían aflojar una tuerca, para alargarlos o acortarlos hasta el tamaño del zapato. Eran fuertes y aguantadores, con ruedas de fierro y unos asideros en la parte de enfrente que se podían cerrar y abrir con la misma llave, para ceñir con fuerza el calzado y usarlos sin riesgo de perder el patín en alguna vuelta alocada. Tenían un diseño que les permitía crecer con nosotros y usar el mismo par de patines hasta muy entrada la adolescencia.
Ese día acudíamos a misa de 12:00 en Catedral, que era la iglesia del barrio, y luego nos cruzábamos a la plaza Zaragoza a patinar por sus anchos pasillos. Como el rechoncho piloto del trineo se las sabía de todas todas, había obsequiado patines a la mayoría de los chavalos del barrio, y nos pasábamos dando vueltas a toda velocidad entre naranjos y ceibas hasta que llegaba la hora de comer.
Por la tarde, con un primo, recorríamos ida y vuelta la banqueta de la manzana hogareña, hasta que una vecina menos sufridora nos amenazaba con echarnos un balde de agua si seguíamos haciendo alboroto frente a su casa.
Tenía unos 10 años cuando encontré junto al árbol un librero de madera con 60 libros: La Colección Juvenil Cadete, con versiones adaptadas de novelas y clásicos de la literatura universal. Eran libros de unas 250 páginas, puro texto sin monitos.
Afortunadamente no había televisión y los leí todos en unos tres años. Me familiaricé con Julio Verne, Dickens y Cervantes; aprendí que en otras geografías rigen usos y costumbres distintos, y que incluso para insultar había términos y conceptos extraños como “rediez”, “zopenco” y hasta un “hijoeput…” (!horror¡) escandaloso que don Alonso Quijano profirió, a pesar de ser un caballero decente y formal, debido sin duda a que “se pasó las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, hasta que se le secó el cerebro…”.
Ernesto Camou Healy
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