Tradiciones de Navidad
Me propuse no profanar los días de Navidad escribiendo acerca de política. Jamás salgo de vacaciones, porque hago lo que me gusta, y vivo entonces en una perpetua vacación.

De política y cosas peores
No soy hombre de decisiones; soy más bien de indecisiones. Puedo hacer míos los versos de Manuel Machado: “Que las olas me traigan y las olas me lleven, / y que jamás me obliguen el camino a elegir”. Por mí han decidido primero mis padres, después la amada eterna, y ahora mis hijos, ángeles guardianes. El talante asertivo me es ajeno. Repito con el poeta: “Mi voluntad se ha muerto una noche de luna”. Este pasado viernes, sin embargo, estuve con amigos buenos en la benemérita cantina de Monterrey llamada “El indio azteca”, uno de los sitios del mundo que tengo en mayor estima junto con el Museo del Prado, la catedral de Chartres y el centro histórico de Praga. En esa cantina -debería yo decir cantino, pues ahí sólo pueden ingresar varones- me despaché un par de tequilas, o posiblemente tres. (El dinero y los chismes son para contarse, pero las copas y los besos no). Bajo el influjo de los espíritus que en el tequila viven tomé una decisión, no obstante mi carácter indeciso. Me propuse no profanar los días de Navidad escribiendo acerca de política. Jamás salgo de vacaciones, porque hago lo que me gusta, y vivo entonces en una perpetua vacación. Tengo la persistencia de la mosca; Escribo todos los días del año, con perseverancia -la amada decía “terquedad”- digna de mejor causa. En mi biblioteca hay dos letreros. El primero dice: “No presto libros. Esta biblioteca está hecha con libros que me han prestado a mí”. El segundo contiene un texto atribuido a Vicente Espinel, señor feo de rostro pero de alma bella. Contemporáneo de Lope y de Cervantes creó la décima, composición poética que por él se llama “espinela”, y le añadió la quinta cuerda a la guitarra, pues a más de ser sacerdote y escritor era también músico. Dice la frase de Espinel, inscrita en uno de los plúteos -tal es el nombre, sin perdón sea dicho, de las tablas de un estante- de mi biblioteca: “Vino viejo qué beber. Leña vieja qué quemar. Libros viejos qué leer. Amigos viejos para conversar”. No soy viejo -apenas tengo 87 años-, pero gusto de la nostalgia, esa amable forma de la melancolía. Entonces leo por estos días, igual que cada año, el “Cuento de Navidad”, de Dickens, “El regalo de los Reyes Magos”, de O. Henry y “La Navidad en las montañas”, de Ignacio Manuel Altamirano. Veo sin falta tres películas: “Milagro en la calle 34”, de Maureen O’Hara y Edmund Gwenn; “Vacaciones de Navidad”, de Chevy Chase y Randy Quaid, y el más clásico de todos los filmes navideños: “Qué bello es vivir” (“It’s a wonderful life”), de Frank Capra y James Stewart. Escucho música de la estación. A más de los villancicos tradiciones oigo “El Mesías”, de Haendel, “El Cascanueces”, de Tchaikovski, y “Amahl y los visitantes nocturnos”, ópera de Gian Carlo Menotti. (Amahl es un niño, y los visitantes nocturnos son los Reyes Magos). De tres manjares disfruto en estos días: Pavo, bacalao y tamalitos. Y tres bebidas de la temporada bebo: Champurrado casero, rompope monjil y ponche con añadidura de brandy o ron. Mis cuatro lectores habrán advertido ya que en esta relación de goces navideños he ido de tres en tres: Tres libros; tres películas; tres obras musicales, tres cosas de comer y tres de beber. Tres son también los peregrinos: Jesús, María y José, y tres los magos de Oriente: Melchor, Gaspar y Baltasar. Tres finalmente, pero también principalmente, son los dones que pido en Navidad, y luego en Año Nuevo: fe, o sea luz; esperanza, es decir motivos para seguir viviendo, y caridad, que es amor. Si eso recibo, a más de salud, paz y bien, diré tres veces: Gracias, gracias, gracias. FIN.
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