La Natividad
Cada quien celebra según sus medios... pero tantas desigualdades apuntan a que ese ideal utópico de soporte amorosa está todavía por hacerse realidad.

Batarete
Estamos a cuatro días de Nochebuena, y cinco de la natividad de Jesús. Es una ocasión de regocijo, sin duda, porque siempre se agradece la llegada de un infante, a pesar de que haya sido en un territorio ocupado por una potencia invasora, vástago de una mujer joven y un artesano honesto, que fueron obligado a trasladarse al pueblo de sus ancestros para cumplir una orden burocrática del imperio amenazante.
El caso es que, nos dicen las escrituras, este chaval que nació en un establo en la periferia de Belén, era un niño normal, incapaz de ser y sobrevivir sin el auxilio de sus padres; con un futuro incierto y una vida de trabajos y rituales marcada por las tradiciones de su pueblo. Era el primogénito, un obsequio feliz para María y José, y una responsabilidad mayúscula para aquellos padres primerizos.
Era una noche como todas. Quizá algunos pastores y moradores del vecindario se acercaron, un poco por compasión y otro poco por curiosidad. Alguien llevaría panes y queso, otro agua y vino, suficiente para una frugal cena.
Fue una noche venturosa y normal: Un nacimiento más, un niño sano y robusto, una madre joven y un padre responsable más un grupo solidario de vecinos. Pero ese natalicio se inscribía en la historia de un linaje que afirmaba ser elegido de Dios y que esperaba la llegada de un profeta que culminaría la historia del pueblo, y lo llevaría hacia su liberación. En esa noche oscura nació en las goteras de un poblado judío, un bebé y un Mesías, es decir, un Xristos, un ungido de Dios.
Un salvador que llamaría a Dios “padre”, y cuya presencia era un anuncio y un símbolo eficaz de la convocatoria a toda la humanidad para ser libre, y comprometida para construir una vida nueva, un pueblo amoroso, liberado y solidario; y emprender un camino de amor y solidaridad.
Y esto es el fundamento de la esperanza y de la alegría por una salvación que debe ser liberación, y que cada uno tiene que hacer suya; y no de una manera individual, sino como Pueblo, construida y compartida con todos. Jesús nació en condiciones de una pobreza digna, fruto del amor y él mismo una expresión de ese cariño perdurable de Dios, a quien llamaba padre. Fue un signo eficaz de una realidad divina que hacía del misterio de Dios, una manifestación encarnada, gratuita y amorosa; y al mismo tiempo un compromiso y una promesa ya consumada y siempre por cumplir.
Es una revaloración de lo humano: Desde ese suceso en Belén hace poco más de 2,000 años, ser persona, ser hombre o mujer en este caudal de humanidad, supone una radical valoración por constituir parte de una historia y de un pueblo en camino y, al mismo tiempo, en la cúspide de la vida.
El amor compartido nunca es total, pero a eso aspira; es el objetivo que siempre está un poco más allá del horizonte, de tal modo que cuando arribamos, se nos anuncia un tramo más, el ineludible ir más allá en la construcción de ese amor personal y comunitario que requiere ser compartido para florecer. Es un sendero arduo pero gozoso, a veces complicado, un poco misterioso, siempre cautivador y quizá un tanto perturbador, pues a la añeja ilusión de los hombres de llegar a ser dioses, se respondió con un Dios que quiso ser hombre.
En fin, llega la Navidad y la comunidad se ocupa en los preparativos para el festejo. Surge una pasmosa creatividad para el relajo: Hay fiestas, posadas y preposadas. Los niños se inquietan por los regalos y los papás por cumplirles. Toda la comunidad entra en muy disímiles escenarios de fiesta, desde los opulentos, hasta los modestos y humildes.
Cada quien celebra según sus medios... pero tantas desigualdades apuntan a que ese ideal utópico de soporte amorosa está todavía por hacerse realidad.
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