Desde otra patria
Hace una semana crucé la línea internacional a pie por el centro de Mexicali.

La frontera que aún vive en mí
Hace una semana crucé la línea internacional a pie por el centro de Mexicali. Los recuerdos llegaron de golpe. Habían pasado más de veinte años desde la última vez que caminaba ese trayecto.
Lo primero que eché de menos fue la Pagoda China, aquel regalo cultural que el profesor Eduardo Auyón nos trajo como parte del acuerdo de ciudades hermanas entre Mexicali y Nanjing, un símbolo tangible de los lazos que han unido a ambas comunidades.
Sin duda, un monumento emblemático para los cachanillas, bastante alejado del mal logrado y afrentoso “Cocinero chino”.Seguí adelante. Crucé la puerta fronteriza esperando encontrar las escaleras que descendían hacia un túnel vibrante, abarrotado de tiendas, olores y folclor.
Ese laberinto donde el pasado parecía vivir intacto. Pero ya no estaba. En su lugar, solo quedaban líneas rectas, un flujo ordenado que conducía sin sobresaltos hacia el punto donde la frontera te permite acercarte un poco más a Calexico.
Recordé entonces a mi madre. Su mano firme sosteniendo la mía mientras caminábamos por el centro de Mexicali, cuando el bullicio y la bonanza parecían brotar de cada esquina.
Eran los primeros años de los ochenta y nunca, antes ni después, he sentido el corazón de la ciudad tan vivo, tan propio, un crisol de colores, ritmos, sabores y aromas que definían no solo un lugar, sino una forma de pertenecer.
Hoy, esas escenas han cambiado. Ya no persiste ese pulso inconfundible del comercio fronterizo. Ese latido constante que se mezcla con los pasos apresurados y el aroma a elote humeante, fritanga dorada, gasolina quemada. Y arriba, siempre, el cielo azul incandescente, el sol feroz que solo he visto arder así en Mexicali.
Ir al centro y cruzar la frontera era una celebración en sí misma. La temporada decembrina convertía el parque Niños Héroes en un mercado interminable de puestos donde se compraban los regalos de Navidad entre empujones suaves, risas y regateos. Recorrer Dorian’s, El Galerón, El Águila o La Mevalza era casi un ritual.
Y estaban también las tiendas de zapatos chinos, donde un empleado te medía el calzado con una atención casi ceremonial, como si aquel gesto fuera una forma íntima de cuidado.Comerte una torta de pavo del Chavo, una empanada en el Café Azteca, o una orden de comida china para dos, que en realidad alcanzaba para cuatro, servida con una jarra de té refrescante, era una pequeña celebración cotidiana.
Eran cositas simples, pero cargadas de una familiaridad que definía a Mexicali.Hoy, esos recuerdos llegan como ecos lejanos. Aun así, sobreviven en fragmentos: el murmullo de un restaurante que resiste, las luminosas casas de cambio, el aroma persistente del wok, las calles donde todavía se intuye el pulso de otra época.
El área renovada del Cine Curto intenta recuperar, con una mezcla de nostalgia y terquedad, la magia de aquellos años que definieron el corazón de Mexicali. Sus nuevas fachadas y espacios pulidos son un tributo a la memoria colectiva.
Nunca como en aquellos diciembres sentí la necesidad de ocupar un asiento en las rutas de camión que se enfilaban en el centro. Había en esos viajes algo íntimo, el calorcito humano de los cuerpos, el runrún del motor que arrullaba con constancia, y el aleteo suave de las conversaciones ajenas flotando como pequeñas historias suspendidas en el aire.
En ese trayecto, se mezclaba el invierno, el polvo y el asfalto, y uno sabía con certeza y tranquilidad que ya iba de regreso a casa.Ahora que he vuelto a casa, descubro en mi ciudad aquel pasado luminoso que moldeó mi identidad y profundizó mi amor por Mexicali. Cruzar la frontera me recordó lo hermoso que es ser cachanilla y que, aunque la vida cambie y mi ciudad se transforme, mi afecto permanece intacto.
*- La autora es periodista inmigrante.
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