La mujer que era perfecta para que no la dejaran, hasta que la dejaron
Ella me contó que no lloró, que ni siquiera se enojó. Se quedó quieta, agarrada a la taza como si fuera lo único que podía sostener en ese momento.

Meryl Streep dijo una vez que, después de cada película, teme que nadie vuelva a contratarla. Meryl Streep, la actriz más premiada de la historia, teme que un día se puedan dar cuenta de que no es tan buena como todos creen.
Lo que más me sorprendió de esa confesión fue que no parece hablar de inseguridad común, sino que deja al descubierto una duda primitiva que algunos llaman síndrome del impostor pero que yo siento más antigua que cualquier etiqueta. Es una voz interior, tortuosa, que no se calla ni con premios, ni con elogios, ni con trayectorias impecables.
Pensé en una amiga, compañera de trabajo por varios años. Siempre impecable, eficiente, luminosa, solvente en todo. Sus movimientos, su sonrisa, eran como si supiera exactamente qué esperábamos de ella. Y ese detalle -que yo tardé años en ver- era la punta del hilo. Porque lo que nosotros veíamos en esa mujer casi perfecta no era ella sino una especie de espejismo colectivo, una construcción tan nítida que terminó volviéndose la base de su éxito. La admirábamos, y esa admiración sostenía su mundo.
Pero lo que sostiene hacia afuera no siempre sostiene hacia adentro. La tarde en que él la dejó, lo hizo con una frase cruel:
“No eres suficiente para mí”.
Ella me contó que no lloró, que ni siquiera se enojó. Se quedó quieta, agarrada a la taza como si fuera lo único que podía sostener en ese momento.
“Fue raro”, me dijo, “porque lo que más me dolió no fue escucharlo… sino reconocer que una parte mía ya lo pensaba”.
Ahí entendí que el golpe no fue sólo la frase. Fue la coincidencia brutal entre lo que él dijo y ese miedo secreto que ella llevaba adentro, el que nunca había dicho en voz alta. No la destruyó una opinión ajena: La destruyó la exactitud con la que esas palabras encajaron en la grieta que ella ya conocía.
Durante años todos la vimos fuerte, segura, confiada. Ahora sé que esa “fortaleza” era otra cosa: Una especie de trato silencioso consigo misma. Si era impecable, si no fallaba, si no molestaba, quizá nadie la iba a dejar. Y vivir así no es vivir: Es rendir una prueba todos los días.
Cuando la volví a ver -mucho después- me sorprendió lo distinta que estaba. No tenía esa especie de brillo de quien intenta convencer al mundo de que está bien. Llegó al café tranquila, sin disfraz, como si hubiera decidido mostrarse tal cual era, incluso con lo que todavía dolía.
“Volvió”, me dijo. “Me pidió perdón. Dice que me ama. Que quiere volver”.
Guardé silencio. Con los años aprendí que demasiadas veces confundí consejo con soberbia, cuidado con control, así que evité mi juicio y esperé que continuara su relato.
“Yo también lo quiero… pero de una puñalada así no se vuelve como si nada. Estoy intentando algo nuevo: Ser suficiente para mí. Aunque él me busque, me extrañe o me necesite. No sé si puedo, pero quiero intentarlo”.
Lo dijo sin heroísmo, como quien prueba caminar por primera vez sin la baranda que la sostuvo toda su vida.
Mientras la escuchaba, pude identificar y entender lo que sentía con claridad: Los demás no pueden lastimarnos con una frase que no reconozcamos previamente como nuestra. La herida real no es lo que dicen, sino lo que confirmamos cuando lo dicen.
Mi amiga eligió no volver con él, al menos hasta hoy. Tomó esa decisión por dignidad, me dijo, más que por orgullo o revancha. Porque entendió que “no eres suficiente” decía más de él que de ella, y que amar a alguien no implica quedarse donde a una no la cuidan.
Su historia me dejó una pregunta que todavía me retumba por dentro: ¿Cuánto de lo que llamamos amor es en realidad miedo a que la otra persona nos descarte, confirmando nuestra idea de que no valemos?¿Cuánta libertad surgiría si dejáramos de depender de miradas que nunca fueron las nuestras?
Autor de “Un elefante en la habitación”, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar. Conferencista.
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