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Vanidades

Son un grupúsculo. No más de 10. Hombres y mujeres que se pasean por los medios como si fueran luminarias indispensables, cuando en realidad son soldaderas intelectuales de la llamada Cuarta Transformación.

Denise Dresser

Denise Dresser

Son un grupúsculo. No más de 10. Hombres y mujeres que se pasean por los medios como si fueran luminarias indispensables, cuando en realidad son soldaderas intelectuales de la llamada Cuarta Transformación. Y su apodo es lo de menos: Lo relevante es cómo han logrado convertirse en la misma decena de voces convidadas a paneles, conferencias, mesas de análisis y planas editoriales, aunque su único talento es la defensa del Gobierno en turno. El Palacio necesita a sus propagandistas y siempre habrá alguien dispuesto a jugar ese papel, no importa cuán cursis o porriles o deshonestos sean.

Ahí están, siempre los mismos, ocupando un espacio que antes exigía rigor y crítica y congruencia, ahora rellenado con consignas y justificaciones. Un nuevo nicho surgido a la sombra del poder: El de quienes, por interés, conveniencia, ingenuidad, fe o simplemente por vanidad, defienden el autoritarismo emergente como si fuera una gesta emancipadora. Porque -como decía Julieta Campos- no hay nada más seductor para el intelectual que la tentación de creer que le susurra al oído al rey.

Y para ganarse esa posición no les preocupa caer en el vicio de la desmemoria. Olvidan cómo fue la transición democrática a la que ahora desdeñosamente llaman “noventera”; quiénes participaron, quiénes pactaron, quiénes sabotearon. Olvidan que hubo ciudadanía organizada, partidos que presionaron por autonomías, instituciones que surgieron a contracorriente, reformas imperfectas pero necesarias para acabar con la concentración del poder. Hoy fetichizan esa concentración y buscan revivirla, soslayando el daño que causó.

También olvidan -o esconden- su propio papel. Algunos trabajaron en las instituciones que hoy vilipendian como “neoliberales”; participaron en esfuerzos por desmilitarizar al País o en movimientos para fortalecer fiscalías autónomas. Hoy reescriben sus biografías y presentan una historia a modo: Un cuento maniqueo donde ellos siempre fueron pueblo bueno y el pasado siempre fue un páramo de corrupción absoluta. Una historia de paja con enemigos de paja.

Junto con la reedición del pasado exhiben un provincialismo analítico que asfixia. Hablan de la “excepcionalidad mexicana” como lo hacía el viejo PRI: Lo nuestro es único, incomparable con categorías globales. Pero la literatura comparativa sobre la erosión democrática es vasta y nos incluye. Ahí está, por ejemplo, el libro reciente de Susan Stokes, The Backsliders: Why Leaders Undermine Their Own Democracies, con largas secciones dedicadas a México y a López Obrador, donde se analiza cómo líderes que llegaron mediante mecanismos democráticos pueden socavarlos, para perpetuar a su propia élite en el poder. Y se rodean de quienes se aprestan entusiastamente a “trash talk democracy” -a hablar basura de la democracia- como si lo que ofreciera la 4T fuera una alternativa mejor a lo que irresponsablemente destruyen.

Pero nuestro pequeño grupo ignora estos argumentos o los desdeña porque contradicen el guión oficial. Alegan que todo retroceso es justificado porque el pueblo lo valida. Y en una gloriosa exaltación de la falta de rigor, proclaman que el proyecto gobernante es “de izquierda” porque usa la retórica popular y promete redistribución. Pero soslayan que una izquierda democrática no aplaude la militarización, o la prisión preventiva oficiosa, o el debilitamiento de contrapesos, o la descalificación sistemática del disenso, o la satanización de toda crítica por ser “de derecha”.

Nuestros Tesauros de la Transformación inventan nuevos conceptos sin sustento ni en teoría ni en práctica: “Democracia plebeya”, “democracia neoliberal”, “democracia de las mayorías puras”. Como si renombrar las cosas fuera suficiente para legitimar retrocesos. Como si bautizar con eufemismos un proceso iliberal bastara para exorcizarlo.

Al final, lo que representan no es una nueva forma de pensamiento, sino una hoguera de vanidades: Un espacio donde el análisis cede ante el halago, donde la teoría se sacrifica por el aplauso, y donde el rigor intelectual se quema para iluminar el rostro del poder autoritario. Como bien señalaba Hannah Arendt, “La vanidad, a la larga, causa más ruina que la malicia”. La ruina de la independencia intelectual de quienes no pueden asumirse como analistas o académicos. Sus ideas ya no les pertenecen, porque todas fueron concebidas en Palacio Nacional.

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