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Una distinción taurina

...la ilustre Peña Taurina “El Toreo”, de Monterrey, una de las más antiguas y prestigiosas del País, me hizo su Socio Honorario. Sólo seis veces ha otorgado esa distinción a lo largo de sus 62 años de existencia.

. Catón

De política y cosas peores

Luly Fuentes de la Peña, mi adorada hija y ángel de la guarda desde que se fue la amada eterna, me reveló la existencia de un extraño mal del alma. Quien lo padece piensa que no es merecedor de ninguno de los dones que de la vida recibe, entre ellos los honores y preseas que le son dispensados. No me apena confesar a mis cuatro lectores, comprensivos como son, que yo sufro de ese síndrome. Ignoro a qué lo debo; posiblemente a algún oscuro trauma de la infancia o a un sentimiento de inseguridad que sería materia de analista. El caso es que agradezco de corazón, profundamente, las distinciones que en su bondad mi prójimo me brinda, y procuro corresponder a ellas en la corta medida de mis posibilidades, pero en el fondo creo que no las merezco. Me va bien la descripción que de sí mismo hizo Ramón López Velarde, quien tenía quizás igual sentir: “Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo / que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo”. Hace unos días recibí uno de los más bellos homenajes de mi vida. He aquí que la ilustre Peña Taurina “El Toreo”, de Monterrey, una de las más antiguas y prestigiosas del País, me hizo su Socio Honorario. Sólo seis veces ha otorgado esa distinción a lo largo de sus 62 años de existencia. La han obtenido personalidades como Conchita Cintrón, legendaria rejoneadora peruana que fue llamada “La diosa rubia del toreo”, y Eloy Cavazos, el gran diestro de Guadalupe, Nuevo León, destacadísima figura de la torería mexicana. Ver mi nombre al lado del de ellos es para mí un señalado honor. La ceremonia alusiva tuvo lugar en un hermoso recinto: El antiguo Palacio Municipal de la Muy Noble y Leal Ciudad de Monterrey. Hubo lectura, bellamente dicha por don Juan Alanís, de poemas taurinos de Gerardo Diego. Hubo música de coso interpretada de modo magistral por la Banda Juvenil de Música de Cadereyta. Y qué sorpresa: El director de ese espléndido conjunto, maestro Ángel Argüelles, me cedió repentinamente el podio para que dirigiera el vibrante pasodoble “Fermín”, escrito por Agustín Lara en alabanza a Armilla, el Maestro de Saltillo. Aquí y ahora doy las gracias a don Juan Carlos Gutiérrez, presidente de la Peña; a todos los generosos integrantes de la asociación por el honor que me confirieron; a Toño Quiroga, por su apoyo y atenciones. Desde mi más temprana edad he sido aficionado a la fiesta de toros. Soy un villamelón, lo reconozco, pero un villamelón enamorado. Amo el profundo drama del toreo, único arte que se forja en la inminente presencia de la muerte, arte efímero y al mismo tiempo eterno. De ahí el tesoro de cultura a que esa fiesta ha dado origen en la poesía, la pintura, la música, la danza, la escultura, la literatura. No quiero que desaparezca la fiesta de toros porque no quiero que desaparezca el toro de lidia, uno de los más hermosos animales que existen. Su instinto es el ataque, la embestida. De esa cualidad innata se valió el hombre, y con ella creó belleza. Para que el toro viva, el toro debe morir. Mejor es su muerte en el esplendor del ruedo, luchando conforme a su destino, que en la sórdida estolidez de un rastro o matadero. Quienes se oponen a la fiesta de toros es porque no la conocen, no saben de su hondura, de su tragedia y de su gloria, de su centenaria tradición. Yo siento profundamente esa antigua liturgia, que es encuentro de la vida y de la muerte, y quiero que perviva, porque algo tan hondo y bello no debe desaparecer, como tampoco debe extinguirse la raza de esa noble criatura, Su Majestad el toro. Que no desaparezca la fiesta brava. Seguiré defendiéndola con alma y corazón hasta que desaparezca yo. FIN.