No eres pueblo
Según la lógica de Claudia Sheinbaum, eres cualquier otra cosa: Bot, carroñero, fifí, chavorruco, esquirol del neoliberalismo, privilegiado, facho.

Denise Dresser
*Si eres joven que se manifiesta frente a Palacio Nacional, no eres pueblo.
* Si eres feminista, no eres pueblo.
* Si cuestionas la militarización, no eres pueblo.
* Si señalas la falta de rigor de alguna analista del oficialismo, no eres pueblo.
* Si cuestionas las cifras triunfalistas sobre la reducción de la violencia, no eres pueblo.
* Si eres madre buscadora, no eres pueblo.
* Si eres simpatizante de un partido de oposición, tampoco.
* Si eres médico harto de trabajar sin insumos, menos.
Según la lógica de Claudia Sheinbaum, eres cualquier otra cosa: Bot, carroñero, fifí, chavorruco, esquirol del neoliberalismo, privilegiado, facho. La descalificación automática se vuelve una herramienta con la que el poder decide quién pertenece a la comunidad moral del “pueblo” y quién debe ser arrojado al basurero de la historia oficial.
Cada movimiento de protesta -incluyendo el convocado por la Generación Z contra el crimen organizado y la narcoviolencia tolerada- trastoca la liturgia limítrofe. Quienes marcharon no lo hicieron para defender sus privilegios, sino su derecho a vivir sin miedo. No piden más becas, piden menos balas. No reclaman apoyos, reclaman que el Estado les regrese el país que el narco les arrebató. Y en respuesta, desde el púlpito presidencial y sus satélites, emerge la reacción habitual: Critican porque no entienden; marchan porque son manipulados.
Los regímenes populistas se fundan sobre esa idea moral del “pueblo”: Homogéneo, bueno, víctima, puro. Un cuerpo místico que encarna la Nación y cuya voz interpreta únicamente el líder. Ya no se trata de ciudadanos con derechos iguales, sino de una masa a la que se guía y de la que se excluye a quien disiente. López Obrador perfeccionó ese relato durante años. Sheinbaum lo ha heredado, revestido de tecnocracia, disfrazado de datos y un tono más pulcro, pero igual de binario: Quienes apoyan son “pueblo”; quienes cuestionan son élites que obstaculizan su experimento histórico.
Así, la ciudadanía se evapora. Los feminismos incómodos se vuelven conservadores. Los ambientalistas que defienden ríos y selvas, agentes del extranjero. Los periodistas que investigan, mercenarios. Los defensores de derechos humanos, enemigos del cambio. La sociedad civil entera, un apéndice de Claudio X. González. El concepto de “pueblo” funciona como arma política: Quien no se subordina queda automáticamente despojado de ciudadanía. Así opera lo que celebran como “democracia plebeya”.
Mientras se exalta al pueblo, se desmantelan los espacios desde los cuales ese pueblo -el real, plural, contradictorio- puede ejercer derechos. El INAI, eliminado. La CNDH, vocera del Gobierno. El Poder Judicial, colonizado. El amparo, restringido. La prisión preventiva oficiosa, normalizada. En nombre del pueblo, se borran las garantías del ciudadano.
Ese desplazamiento semántico tiene consecuencias institucionales. La llamada “democracia del pueblo” no amplía derechos: Los reduce. No fortalece el equilibrio de poderes: Los erosiona. No pluraliza la política: La clausura bajo una narrativa en la que “el pueblo no se equivoca” y, por tanto, tampoco puede equivocarse el gobierno que dice representarlo.
Y sin embargo, la ciudadanía persiste. Este 15 de noviembre lo vimos: Jóvenes que no pertenecen a partidos, que no cargan recuerdos del PRI, que no vivieron el 68, ni la caída del sistema en 1988, pero entienden -instintivamente- que un país gobernado por el miedo o la exclusión no es un país bien gobernado. Esa es la verdadera ciudadanía: La que exige, la que incomoda, la que no acepta que la moral oficial le dicte quién merece derechos y quién no.
El ciudadano no es súbdito del pueblo místico ni engranaje del partido en turno. Es el individuo que reclama, interpela, busca, denuncia. El que entiende que la democracia no es sólo una movilización de masas. También es un sistema de reglas que limita al poder.
No importa cuántos fueron al Zócalo o lo que defendieron o si fueron gaseados “legítimamente”. La 4T no respeta su derecho a marchar, ya que desdeña el concepto mismo de ciudadanía. Posee el monopolio moral de la movilización. Y por eso el ciudadano es tan peligroso para el morenismo. Cuando marcha, deja al descubierto que el verdadero pueblo -ese que el poder dice encarnar- está compuesto por personas que no quieren sermones, sino seguridad; no militarización, sino Estado; no mayorías morales, sino derechos fundamentales.
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