El éxito como anestesia: La herida secreta que convirtió a Madonna en leyenda
¿Cuántas veces buscamos ahí afuera lo que no está adentro?

Historias demasiado humanas
Antes de salir al escenario, en una de las últimas noches del “Celebration Tour”, Madonna se queda unos segundos frente al espejo.
Las luces del camarín la iluminan como un altar improvisado. Respira hondo. Mira su reflejo… pero lo que busca en realidad es otra mirada.
“Espero que estés orgullosa de mí”, le susurra a la imagen de su madre. La mujer que ya no está desde que ella tenía 5 años. La mujer que se “desintegró misteriosamente” ante sus ojos, como escribió alguna vez, sin que nadie le explicara nada. La mujer que dejó un vacío imposible de llenar.
A veces pensamos que la infancia se pierde con el tiempo. Pero en algunos -y Madonna es uno de esos casos extremos- la infancia se convierte en una herida que dirige toda la vida adulta.
A los 5 años, aprendió lo que ningún niño debería aprender: Que las personas que amamos desaparecen sin aviso. Y que si no te dicen la verdad, el mundo se vuelve un lugar inseguro. A los 5, le ocultaron la muerte de su madre “como si sólo se hubiera ido a dormir”. Desde entonces, decidió sobrevivir a cualquier precio.
“Sabía que podía estar triste, débil y sin control, o simplemente tomar el control y decir que todo iba a mejorar”, dijo alguna vez. Se aferró a esa idea como un salvavidas. El control como anestesia. La disciplina como protección. El éxito como chaleco antibalas.
Y así nació Madonna: “La Reina del Pop”, la provocadora imparable, la mujer sin miedo a romper reglas. Ella misma lo reconoció: “Las madres te enseñan modales. Como yo no la tuve, no aprendí ninguna de esas reglas”. Si nadie iba a cuidar de ella, entonces sería indomable.
Pero detrás del ícono blindado hay una niña desorientada que aprendió a gritar para ser escuchada.
“Como no tengo una madre que me quiera, voy a hacer que el mundo me quiera”, dijo. Y lo logró. El mundo entero la deseó, la aplaudió, la admiró. Aunque eso nunca fue suficiente.
Porque el amor que falta, por más ruido que hagamos, no se reemplaza. La vida de Madonna es una carrera contra el miedo. Ese miedo que comenzó cuando vio a su madre consumirse: Miedo a la fragilidad, miedo al abandono, miedo a la muerte. Se obsesionó con el cuerpo, con el sexo, con el tiempo y con la posibilidad de retarlo a duelo. Un gimnasio como campo de batalla. Cirugías como pactos con la eternidad. Relaciones que se encienden y se apagan. La ilusión de ser deseada confundida con la esperanza de ser amada.
¿Cuántas veces buscamos ahí afuera lo que no está adentro? ¿Cuántos de nuestros logros, excesos o ansias de reconocimiento no son más que una forma sofisticada de mendigar amor?
Madonna llevó esa herida al extremo: Convirtió la falta en monumento. Pero el brillo no cura. El aplauso es un calmante que dura pocos segundos. Cada ovación es un abrazo masivo que se evapora al llegar al camarín. Y entonces hay que volver a empezar.
“Si viviera, yo sería otra persona”, dijo sobre su madre. Y en esa frase hay un duelo que todavía no encuentra reposo. Una mujer de 66 años que sigue hablando con la niña de 5. Que le pide a su madre: “Por favor, protégeme y mantenme cuerda”.
Quizá la adultez no consista en ser fuertes, sino en dejar de luchar contra la fragilidad. Madonna hizo del mundo una madre gigante. Pero ninguna multitud puede abrazar como lo hace una sola madre presente.
Y entonces surge la pregunta que nos toca a todos: ¿Qué hacemos con el amor que nos faltó? ¿Seguimos corriendo detrás de algo que ya no puede volver? ¿O nos animamos a aceptar que hay vacíos que no se llenan, pero se pueden honrar? Y que soltar la ilusión de que necesitamos ser queridos por todos es la única manera de dejar espacio a lo que sí nos hace bien. Porque el amor que realmente importa no exige disfraces, brillos, aplausos.
Tal vez la verdadera libertad no sea desafiar la muerte ni conquistar el mundo. Tal vez sea aprender a soltar esa necesidad de ser vistos y amados por todos y permitir que nos alcance, al fin, el amor real, imperfecto, pero verdadero.
Autor de “Un elefante en la habitación”, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar. Conferencista.
Juan Tonelli
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