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La tragedia de Carlos Manzo

Carlos Manzo había pedido mayor apoyo al Gobierno federal. Había solicitado la presencia y la empatía directa de la presidenta de México.

León Krauze

EPICENTRO

Apenas unos minutos antes de ser asesinado, el alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, caminaba por el tradicional Festival de Velas de principios de noviembre en la ciudad.

“Mira, papi, la Catrina”, le decía a su hijo pequeño, que, quizá temeroso, se había refugiado en su hombro. El niño volteó, confiando en la voz de su padre. Manzo estaba contento.

A pesar de la amenaza recurrente del crimen organizado, de la posibilidad del horror súbito, la gente en Uruapan había salido a festejar el Día de Muertos. “Bendiciones a todos. Que pasen una agradable noche. Y estamos a sus órdenes”, dijo Manzo.

Muy poco tiempo después estaría muerto, ejecutado ahí, entre las velas y la música, en el corazón de la ciudad que gobernaba: La segunda más poblada de Michoacán.

Como Bernardo Bravo, el líder limonero y padre de familia ejecutado hace una decena de días en Michoacán, Manzo había advertido muchas veces que su vida corría peligro. Dijo que había recibido amenazas del CJNG. Quizá más grave aún, había señalado específicamente al Gobernador michoacano: “No me quiere porque no simpatizo con sus políticas corruptas y nefastas”, explicó Manzo en un video publicado en sus redes sociales hace tres meses. “Vamos a defender Uruapan, si es necesario, con la vida”.

Carlos Manzo había pedido mayor apoyo al Gobierno federal. Había solicitado la presencia y la empatía directa de la presidenta de México. Le pidió a Sheinbaum que visitara Uruapan, que se hiciera presente. “Le pedimos que escuche, que recapacite, que nos atienda”, decía Manzo.

Manzo tenía clara la encomienda y también el costo, inminente, de cumplirla. Sabía que le podía costar la vida y, como ocurre tantas y tantas veces en México, le costó la vida.

Las reacciones al asesinato público y salvaje del alcalde de Uruapan ya han incluido un catálogo de la ignominia mexicana. Ya apareció la caterva de sospechosos comunes que insisten en que exigir responsabilidad del gobierno supone carroñería. “No es momento de raja política”, sugerían con esas ínfulas tan habituales en los últimos tiempos. Debería darles vergüenza.

La política no se ejerce para acumular poder; se ejerce para ofrecer resultados a la ciudadanía. Esa es la responsabilidad única de un funcionario público, y exigir su cumplimiento es la responsabilidad primordial de los ciudadanos.

Lo que ocurre, para nuestra desgracia colectiva, es que el poder político en México está interesado antes que nada en su propia perpetuidad. Es alérgico a la humildad esencial que supone la rendición de cuentas. Es alérgico a reconocer deudas, errores, omisiones.

Ese cinismo no comenzó con el régimen actual, pero vale la pena subrayarlo -por enésima ocasión-: La promesa de renovación moral del movimiento que hoy gobierna el País de manera casi hegemónica implicaba una manera distinta de conducirse en el poder y de rendir cuentas cuando los errores en su ejercicio derivan en tragedias como el asesinato de Carlos Manzo.

Cada minuto que el partido en el gobierno y sus jilgueros esquivan esa responsabilidad es un minuto que pasan faltándole al compromiso moral que los llevó al poder.

Bernardo Bravo y Carlos Manzo levantaron la voz contra el azote del crimen organizado y la colusión de las autoridades. Pidieron vivir en paz. Exigieron medidas extraordinarias para devolverle a la gente la tranquilidad. Hoy están muertos, flanqueados por sus hijos.

¿De verdad la respuesta del gobierno seguirá siendo el silencio, las justificaciones y la mezquindad?

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