Humor dominical
“Ya puede vestirse, señorita Pompinier -le indicó el médico a la exuberante fémina-. Ahora voy a examinarle los ojos. Quizás ahí está la causa de esas manchitas que ve”.

“Tus besos me saben a gloria” -le dijo la esposa a su joven marido. “Son imaginaciones tuyas -opuso él, inquieto-. Te juro que hace mucho que no la veo”.
El director de la oficina burocrática reprendió a Ovonio: “El nuevo empleado hace el doble de trabajo que tú”. “Es que es nuevo, jefe -adujo el holgazán-, pero ya verá que con el tiempo se compone”.
Casó Dulcibella, amiga de Susiflor. Poco tiempo después de la boda ésta le preguntó a la recién casada: “¿Qué piensas del matrimonio?”. “Te diré -respondió Dulcibella-. Al principio todo va muy bien, pero luego sales de la iglesia y empiezan los problemas”.
Montaigne escribió que los antiguos romanos, al regresar de un viaje, antes de llegar a su casa enviaban a un esclavo a avisar de su llegada. De ese modo se evitaban la molestia de encontrar a su mujer en indebido trance. Tan loable costumbre se perdió, lo cual explica que la esposa de don Chinguetas lo haya sorprendido entrepernado en el lecho conyugal con la vecina del 14.
Antes de que la señora pudiera decir algo manifestó Chinguetas: “La vecinita vino a pedir una taza de azúcar. No había en la despensa, y algo tenía que darle pa’ que no echara su vuelta de oquis”.
(Lindo mexicanismo es éste “de oquis”, no registrado en el lexicón de la Academia. Significa “inútilmente”, “en vano”, “gratis”. Viene de “oque”, palabra castellana que quiere decir “de balde”).
“Ya puede vestirse, señorita Pompinier -le indicó el médico a la exuberante fémina-. Ahora voy a examinarle los ojos. Quizás ahí está la causa de esas manchitas que ve”.
El novio de aquella chica se llamaba Epifanio, pero todo mundo le decía “Pipí”. Hubo baile en el pueblo, y un ranchero fue a nombrar a la muchacha. Vale decir que le pidió bailar con él. “No -lo rechazó la joven-. Me va a sacar Pipí”. “¡Ma! -exclamó el tipo-. ¡Ni que apretara tan juerte!”.
Doña Jodoncia estaba con la vista fija en un retrato de don Martiriano, su marido. Eso conmovió profundamente al señor, poco acostumbrado a una demostración de afecto por parte de su esposa. Le preguntó, emocionado: “¿Por qué contemplas mi retrato, Jodi?”. Explicó ella: “Es que me puse a dieta, y necesito ver algo que me quite el apetito”.
Trisagio era un muchacho muy devoto. Contrajo matrimonio, y al empezar la noche de las bodas se arrodilló al pie del lecho donde lo esperaba ya su dulcinea. Ella supuso que iba a hacer algo relacionado con la ocasión, pero le dijo él: “Voy a pedirle al Señor que me muestre el camino”. Le indicó la sabidora novia: “Tú pídele fuerzas y vigor. De mostrarte el camino me encargaré yo”.
Don Poseidón, severo padre de familia, entró sin ser notado en la sala donde Glafira su hija estaba con su novio. El ardiente galán cubría de caricias encendidas a la joven; le prodigaba toda suerte de roces, tocamientos, sobos y palpamientos, acciones ante las cuales la muchacha asumía una postura liberal o fisiocrática, pues dejaba hacer, dejaba pasar. A la vista de tan poco edificante espectáculo el indignado genitor llenó al novio de dicterios. Lo llamó lujurioso, lúbrico, libidinoso, lascivo y licencioso, adjetivos todos empezados con la letra ele, y añadió, en uso del mismo fonema, que su casa no era lugar de lenocinio, libertinaje o liviandad. “Cásese usted con mi hija -le exigió-. Así dejará de hacerla objeto de esas inmoralidades”. “Pero, señor -se defendió el muchacho-. Debe entender la causa de mis caricias a Glafira. Usted mismo me dijo que es muy sensible, que debo tratarla con mucho tacto”.
“¡Caramba, doctor! -exclamó la curvilínea paciente del acupunturista-. ¡Yo pensé que la acupuntura se hacía con una aguja!”. FIN.
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