Demasiado tarde
Vastas regiones del territorio nacional están ahora bajo el poder de las bandas criminales.

Noche de bodas. El novio condujo suavemente a su desposada al lecho donde consumaría al fin la ansiada unión. Exclamó ella con disgusto: “¡Caramba! ¿Por qué todos los hombres piensan nada más en esto?”. “¡Joder! -le dijo exasperado el hombre de la Edad de Piedra a su mujer-. ¿Ahora que cacé mi primer mamut me sales con la novedad de que eres vegetariana?”. No apliquemos etiquetas. Eso está reñido con el respeto y consideración que al prójimo se deben. Digamos solamente que el joven varón llamado Tilo -por Artilo- era demasiado fino pa’ frontera. Sus movimientos adamados, su atiplada voz, su general delicadeza contrastaban grandemente con los rudos modales de los habitantes de aquel pueblo norteño, curtidos en la vida a campo abierto, entre reses y caballos. Sucedió, cosa inusitada, que cierto día llegó a ese lugarejo una compañía teatral, y anunció la puesta en escena del poderoso drama “La carta delatora”. Con la expectación causada por la llegada de la troupe surgió de inmediato la crítica del profesor del pueblo: El nombre de la obra no debería ser “La carta delatora”, sino “La carta de la vaca”, pues así, y no “tora”, se llama la hembra del toro. La víspera de la representación el director de la compañía buscó a un actor local para que hiciera el papel del mayordomo, cuya actuación se reducía a entregar una misiva al protagonista de la pieza y a decir: “La carta ha llegado”. Ningún actor había en el pueblo, le informó el cantinero del lugar, pero quizá Tilito podía hacer sus veces. El muchacho aceptó encantado la invitación, pues gustaba de lucirse ante sus conciudadanos. Se presentó un problema, sin embargo. Aquella frase: “La carta ha llegado”, debía decirse en tono grave, dramático, solemne, y el improvisado actor la decía en los ensayos con aflautada voz. Tras muchos esfuerzos el director consiguió al fin que Tilito dijera su frase en la debida forma. El día de la actuación el muchacho llegó al teatro a las 5 de la tarde -la función era a las 9 de la noche-, pintado como muñeca japonesa, con polvos de arroz, bilé, pestañas postizas, cejas delineadas, sombra en los ojos y un largo etcétera de efectos de cosmética. El director hizo que Tilito, pese a sus vehementes protestas, fuese desmaquillado sin piedad, con lo cual quedó presentable para su serio papel de mayordomo. Empezó la representación, y Tilito se puso al lado del traspunte, el hombre encargado de indicar a los actores el momento de su entrada a escena. “¿Ya?” -le preguntaba Tilito, ansioso, una y otra vez. “Todavía no -respondía el otro-. Tú entras hasta el último acto”. Aun así el muchacho repetía una y otra vez: “¿Ya? ¿Ya?”. Y el traspunte, molesto: “Todavía no”. Llegó por fin el momento largamente esperado por Tilito. Charola en mano, en ella el sobre, escuchó la esperada autorización: “Ahora sí. Entra”. Con paso firme se dirigió Tilito hacia el primer actor y le anunció en voz grave: “La carta ha llegado”. Abrió el sobre el protagonista, la leyó y dijo luego con sombrío acento: “Demasiado tarde”. Fue ahí donde Tilito perdió toda compostura. Con su atiplada voz de siempre exclamó lleno de enojo: “¡La culpa es de aquel viejo que está allá! ¡No me dejaba entrar!”. Las acciones emprendidas en contra de los delincuentes que extorsionan, secuestran y asesinan en varios estados del País hacen pensar que se ha abandonado por fin la nefasta y aberrante política de abrazos, no balazos, que tantos y tan graves daños causó a este País. Demasiado tarde. Vastas regiones del territorio nacional están ahora bajo el poder de las bandas criminales. La culpa es de aquel viejo que está allá. FIN.
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