Los parapléjicos
La desaparición del Fonden fue más que una decisión administrativa: Fue el emblema de una necedad.

Denise Dresser
El País se ahoga y el Estado no se mueve. Veracruz bajo el agua, Puebla sepultada por el lodo, Guerrero aún reconstruyéndose tras el golpe brutal de “Otis”. Cuarenta y siete muertos confirmados, cientos desaparecidos, miles desplazados. Y mientras tanto, el Gobierno federal responde con comunicados, promesas presidenciales: “No se ocultará nada”. Palabras como muletas para un cuerpo institucional paralizado. México, el parapléjico. Un Estado que ya no camina, ya no previene, ya no responde.
La metáfora es cruel, pero exacta. La parálisis no vino de un accidente imprevisto sino de un choque autoinfligido: El desmantelamiento del aparato público en nombre de la “austeridad republicana”. En 2020 el Gobierno eliminó el Fonden, el Fondo de Desastres Naturales, con el argumento de que era corrupto, de que servía para “la transa”. Desde entonces, las emergencias se atienden con transferencias improvisadas y recursos que deben autorizarse cada año. El resultado: Burocracia donde antes había acción, incertidumbre donde antes había prevención.
La desaparición del Fonden fue más que una decisión administrativa: Fue el emblema de una necedad. Una que confunde el ahorro con la virtud, y la austeridad con eficacia. Desde 2018, la tijera presupuestal ha pasado una y otra vez sobre las mismas instituciones: Cenapred, que monitorea riesgos; Conagua, que previene inundaciones y sequías; Profepa, que sanciona delitos ambientales; Conafor y Conanp, que protegen bosques y ecosistemas. Todas han perdido esqueleto técnico y operativo. Y lo poco que sobrevive, sobrevive con respirador.
El Presupuesto 2025 confirma la tendencia. El ramo ambiental se desploma: De 70 mil millones en 2024 a poco más de 44 mil millones. Una caída de casi 40%. Profepa pierde otro 15%. Conafor y Conanp continúan con recursos mínimos. La promesa de “gobernar con honestidad y sin derroche” se traduce, otra vez, en un Estado más pequeño, más lento, más ineficaz. Se invierte en trenes, aeropuertos y obras vistosas, pero no en proteger la vida de quienes se quedan atrapados bajo el agua o sepultados por el lodo. La austeridad a modo se ha vuelto una forma de violencia presupuestal.
Lo dice Nayeli Roldán, “la austeridad mata”. Mata cuando no hay presupuesto para reparar drenes o reforzar taludes antes del temporal. Mata cuando se recortan sistemas de alerta temprana. Mata cuando los gobiernos estatales esperan la autorización de Hacienda mientras las lluvias arrastran casas y personas. Y cada vez que se pronuncia la palabra “ahorro”, una comunidad se queda sin puente, sin refugio, sin futuro.
En esta nueva tragedia hay un actor que cambió de función. Antes, en los desastres naturales, los militares eran la primera línea de defensa. Aplicaban el Plan DN-III, instalaban albergues, repartían víveres, rescataban personas. Hoy, buena parte del Ejército está ocupada construyendo hoteles, administrando aerolíneas y operando el emporio económico conocido como Sedena Inc. La lógica cambió: Los soldados dejaron de levantar muros de contención contra el agua para levantar muros turísticos en Tulum. Y cuando llega la emergencia, el despliegue militar ya no tiene la misma capacidad ni la misma prioridad.
La “austeridad republicana” debía ser un ejercicio de virtud; terminó siendo una forma de mutilación. Se confundió la grasa con el músculo, el dispendio con la capacidad técnica, la corrupción con la institucionalidad. Se despidió a funcionarios especializados, se centralizaron decisiones, se suprimieron fondos que garantizaban reacción rápida. Y ahora, cuando llega el desastre, el Gobierno se queda como un cuerpo varado, que se aboca a levantar censos para entregar dinero.
Los parapléjicos no eligen su condición. México sí. Los gobiernos de la “transformación” lesionaron al Estado, convencidos de que gastar menos es gobernar mejor. Hoy, cuando los ríos se desbordan y los cerros ceden, pagamos el costo de esa decisión. No con puntos en la encuesta de popularidad, sino con vidas humanas.
El País necesita rehabilitación, no resignación. Un Estado que vuelva a moverse, a planear, a invertir. Que entienda la prevención como salvación. Que deje atrás la austeridad dogmática y adopte la responsabilidad republicana. Porque los parapléjicos pueden aprender a caminar de nuevo, pero si aceptan que el problema no está sólo en las piernas y en los brazos, sino también en la cabeza.