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Quita-derechos

Sheinbaum miente cuando dice en el Zócalo que “quien roba al pueblo enfrenta a la justicia”. No es así.

Denise Dresser

Denise Dresser

Claudia Sheinbaum está de plácemes. Es una mandataria aclamada, recibida con aplausos tras su gira de “rendición de cuentas” por todo el País. Ha sido bautizada como la que le susurra al oído a Trump, su popularidad ronda niveles envidiables, y multitudes de mujeres la aplauden por los símbolos feministas del Grito. Habla de soberanía, de justicia social, de la continuidad de la Cuarta Transformación. Su discurso suena a promesa cumplida, a historia de éxito. Pero detrás del relato triunfalista se oculta una realidad más compleja, más cuestionable.

Porque sí, Sheinbaum se ha mostrado más competente, más disciplinada, menos rijosa que su antecesor. Ha procurado algunos deslindes significativos: Una estrategia de seguridad más técnica, la renovación de la colaboración en temas de seguridad con Estados Unidos, la continuidad de transferencias sociales que han mejorado la vida de millones. Pero detrás de esas correcciones alentadoras de su primer año hay una sombra que crece: El manejo económico insostenible, la erosión institucional, el autoritarismo en ciernes.

A ello se suman los escándalos que ningún discurso puede tapar: Corrupción, conflicto de interés, enriquecimiento ilícito, vínculos con el crimen organizado y el huachicol. Desde las alcaldías hasta el Senado, los nombres manchados permanecen intocados. Las investigaciones no llegan. Las explicaciones no convencen. La Fiscalía no actúa. La impunidad sigue siendo el cemento de la política. Lo que Sheinbaum presenta como un tiempo de mujeres es, en realidad, la continuidad de un sistema de hombres que abusan del poder, se protegen entre sí y actúan con la misma impunidad que antes.

Sheinbaum miente cuando dice en el Zócalo que “quien roba al pueblo enfrenta a la justicia”. No es así. La justicia enfrenta al incómodo, pero no a Adán Augusto López y sus facsimilares. Y mientras analistas discuten si Sheinbaum es calca de AMLO o su versión corregida, si gobierna con autonomía o con obediencia, lo verdaderamente importante se escapa del foco: La continuidad de la pulsión autoritaria entre la Presidenta y quien la colocó en el poder.

El Gobierno de Sheinbaum nos está quitando derechos. El derecho a elecciones libres y equitativas, al proponer una reforma electoral que debilita la autonomía del INE y amenaza la competencia política a futuro. El derecho al amparo, ahora recortado bajo el argumento de “ir contra los potentados”. El derecho a la transparencia, a la libertad de expresión, a la diferencia. El derecho a ser ciudadano sin miedo.

La nueva Ley de Amparo golpea a los más vulnerables: Madres buscadoras, colectivos de desaparecidos, comunidades indígenas que perderán la posibilidad de detener obras que afectan su territorio. La Ley Censura, disfrazada de regulación de telecomunicaciones, amenaza la libertad de expresión al imponer controles y sanciones que inhiben la crítica. Un Poder Judicial sometido a Morena, y una Suprema Corte bajo captura política, completan el cuadro: La arquitectura de la democracia se desmorona mientras la Presidenta aplaude desde el balcón.

México hoy es ejemplo de lo que Steven Levitsky y Lucan Way llaman “autoritarismo competitivo”, sólo que en versión light, vestido de morado: Un régimen donde hay elecciones, pero sin democracia. Donde la oposición puede competir, pero no en condiciones justas. Donde el poder se legitima con votos, pero se ejerce sin contrapesos. Donde las instituciones existen, pero sólo como decoración.

Y las implicaciones son profundas. Cuando el Estado deja de garantizar derechos y empieza a retirarlos, todos perdemos. Pierde el periodista que teme publicar por miedo a la demanda oficial. Pierde el empresario que no puede litigar contra el Gobierno porque su contrato depende de la voluntad presidencial. Pierde el ciudadano que quiere votar por quien desee y no por quien el aparato le impone. Pierde el País que se acostumbra a vivir sin rendición de cuentas, sin jueces independientes, sin prensa libre.

En el Zócalo, los aplausos retumban. La música suena. Los discursos se repiten. Pero detrás del festejo, hay una advertencia que no podemos ignorar: Mientras se nos habla de soberanía, justicia y transformación, nos van quitando los derechos que hacen posible una democracia real. Y sin ellos, lo que queda no es un país de mujeres empoderadas, ni de ciudadanos libres. Es un país de súbditos, otra vez.

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