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Un México sin maíz

Actualmente si queremos comer tortillas o tamales debemos traer el maíz desde lugares tan remotos como África.

. Catón

De política y cosas peores

“¡Béseme, reverendo! ¡Béseme!”. Eso le pidió la hermana Sister, organista de la congregación, al reverendo Rocko Fages, pastor de la iglesia de la Quinta Venida. (No confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que estén al corriente en el pago de sus aportaciones). “Oh no -rechazó con alarma el pastor-. Un beso entre personas no casadas constituye una falta grave reprobada por la iglesia. De hecho ni siquiera deberíamos estar foll…”. .. Doña Jodoncia no tiene ninguna consideración para don Martiriano, su infeliz esposo. Él le contó, divertido: “Hicieron una votación en la oficina para nombrar al empleado más pend…”. “¿Ah sí? -fingió interesarse la mujerona-. ¿Y quién sacó el segundo lugar?”. “Patria: Tu superficie es el maíz.”. Tal es el verso inicial del primer acto en el poema “La Suave Patria”, de Ramón López Velarde. Tendremos que decir ahora: “Patria: Tu superficie era el maíz”. No producimos maíz suficiente ni siquiera para nosotros mismos, y debemos importarlo de otros países. Se aducen razones de economía para justificar esa importación, pero lo cierto es que habla de una crisis en el campo mexicano y de una nociva situación por la cual incontables campesinos disfrutan junto con sus familias de las dádivas del régimen -becas, pensiones, programas de esto y lo otro, prestaciones- y así no tienen necesidad de trabajar. Los historiadores de nómina y quincena al servicio de los gobiernos llamados de la Revolución crearon una mentirosa leyenda negra acerca de las haciendas y los hacendados. En verdad durante la etapa porfirista la hacienda mexicana fue una entidad altamente productiva. Haciendas azucareras, maiceras, frijoleras, ganaderas hacían de México un país autosuficiente en el renglón alimenticio. Es también falso el mito del hacendado esclavizador de sus trabajadores. Al contrario, siquiera fuese por interés el dueño típico de hacienda era paternalista; miraba por el bienestar de sus peones y de sus familias. Las películas campiranas de los años 40 describen la vida en las haciendas con mayor verdad que la tendenciosa historiografía oficialista. Eso, claro, es cosa de otros tiempos. Actualmente si queremos comer tortillas o tamales debemos traer el maíz desde lugares tan remotos como África. Pero bien dice una canción de aquella época: De qué sirve llorar. El cuento que cierra hoy el telón de este pergeño es de carácter altamente sicalíptico. Las personas con escrúpulos de moralina harán bien en suspender aquí mismo la lectura y saltarse hasta donde dice FIN. Los jenízaros del sultán Hattes llevaron a su presencia varios reos a fin de que los juzgara y les aplicara el correspondiente castigo. Le informó el jefe de los guardias: “Este hombre se tiró a una de tus odaliscas”. Ordenó el sultán: “Que se lo tiren a él tres esclavos nubios”. “¡No!” -exclamó desesperado el reo-. ¡Antes la muerte que perder mi honor!“. “Calla, gusano” -lo silenció el jenízaro. Y le presentó al sultán el segundo reo: “Éste vio a tu favorita cuando se estaba bañando”. “Sáquenle los ojos” -determinó el dignatario. “Y éste -dijo el guardia- le hizo tocamientos a otra de tus mujeres”. El sultán sentenció: “Córtenle las manos”. “Este último -presentó el jenízaro- entró a ocultas en el serrallo”. “Córtenle los pies” -dictaminó el sultán. Y así diciendo ordenó que se llevaran a los condenados y a cada uno le aplicaran su castigo. Al salir los reos, el primero le dijo apuradamente al guardia: “No se te olvide. Yo soy el que se van a tirar los esclavos nubios, nada más”. FIN.