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Detrás de la máscara

Trump les ha declarado la guerra a las ciudades santuario, que históricamente han protegido a los inmigrantes.

Jorge  Ramos

“Estamos como en la selva”, me dijo un jardinero mexicano, “nos están cazando”. A varios de sus amigos ya los había detenido la migra. “Agarran a las camionetas de los trabajadores y se llevan al menos a uno”. Y en varias ciudades de Estados Unidos, los inmigrantes ya tampoco pueden confiar en la Policía; han hecho acuerdos con el gobierno de Donald Trump, y los que antes solo daban infracciones de tráfico ahora se han convertido, en la práctica, en aprendices de agentes migratorios.

Además, Trump les ha declarado la guerra a las ciudades santuario, que históricamente han protegido a los inmigrantes. Y sus soldados y miembros de la guardia nacional ahora persiguen a las personas más vulnerables del país. “Chicago se va a dar cuenta de lo que es el [recién nombrado] Departamento de Guerra”, escribió el presidente en sus redes sociales, presagiando la presencia de militares o miembros de la guardia nacional en esa ciudad para ayudar a detener extranjeros.

El miedo está por todas partes: Existen padres indocumentados que le piden el favor a amigos o familiares para que lleven a sus hijos a la escuela; las salidas a cines, restaurante y lugares públicos se han limitado a lo mínimo necesario para los que no tienen sus documentos en orden; hay iglesias, estadios y conciertos semivacíos; las cortes han dejado de ser lugares seguros porque hasta ahí se realizan arrestos; y en muchas casas ya se oyen las preguntas: ¿Qué hacemos? ¿Nos regresamos?

Aunque el gobierno lo niega, he leído muchos reportes de arrestos que se realizan solo por la manera en que se ve el inmigrante —perfil racial— o por tener acento al hablar el inglés, como muchos de nosotros. Y ahora la misma Corte Suprema de Justicia ha permitido ese tipo de cacería humana. Además, no es cierto que la mayoría de las detenciones se realicen contra criminales y con órdenes de arresto. Miles de inmigrantes han caído bajo lo que Tom Homan, el “zar de fronteras” de Trump, llama “arrestos colaterales”. Es decir, estaban en el lugar equivocado cuando se llevó a cabo una redada y también se los llevaron.

Pero lo que he estado pensando mucho últimamente es en esos agentes latinos, que van enmascarados y sin identificación, y que les toca detener a sus vecinos, a otros hispanos como ellos e incluso a gente con la que pudieron haberse cruzado en un supermercado, en una escuela u oficina. ¿Qué pasa detrás de la máscara? ¿Qué ocurre en sus mentes cuando un latino arresta a otro latino? ¿Se imaginan esos agentes que él o alguien de su familia podría ser detenido? ¿O lo bloquean? ¿Cómo deciden detener a alguien? ¿Solo por la manera en que se ven y hablan?

De los casi 200 mil empleados que había en el 2023 en el Departamento de Seguridad Nacional (que controla a el Servicio de

Inmigración y Control de Aduanas, o ICE), más de 45 mil eran latinos (un 22%). Y estos porcentajes se incrementan en estados como Texas y California donde hay poblaciones con mayoría hispana. A esto hay que añadir 10 mil agentes más que podrán ser contratados con el presupuesto aprobado recientemente por el Congreso. La verdadera tragedia humana detrás de estos números es que la política de persecución y terror del presidente Trump hacia los inmigrantes está enfrentando a latinos contra otros latinos. Y lo único que separa a unos de otros es un papel. Eso es todo. No tiene por qué ser así.

Al menos tres ex presidentes del mismo partido de Trump tuvieron políticas mucho más generosas con los inmigrantes indocumentados. En lugar de perseguirlos, buscaron maneras de integrarlos. El mejor ejemplo es el de Ronald Reagan, quien en 1986 aprobó una amnistía que legalizó a más de tres millones de indocumentados. Pero, desde entonces, el Congreso no ha aprobado ningún tipo de reforma migratoria.

Contrario a Trump, Reagan no quería un muro con México. “Estamos hablando de construir una cerca [con México]. Pero por qué, mejor, no reconocemos los problemas que tenemos en común”, dijo alguna vez Reagan en una declaración que rescaté de las benditas redes sociales, donde nada desaparece. “Cuando sea posible, hay que dejar [que los migrantes] vengan aquí legalmente, con un permiso de trabajo. Y ya aquí, mientras trabajan, también pagan impuestos. Así abrimos la frontera de ambos lados”.

Otros dos presidentes Republicanos heredaron esa actitud compasiva con los inmigrantes indocumentados. “Si ya viven aquí”, dijo George H. W. Bush (quien fue mandatario de 1989 a 1993), yo no quiero ver a niños de 6 u 8 años sin educación y viviendo fuera de la ley. Esta es gente buena, gente fuerte. Y parte de mi familia también es mexicana”.

Su hijo, el ex presidente George W. Bush (quien gobernó del 2001 al 2009) tampoco consiguió un acuerdo migratorio en el Congreso -se le atravesó la tragedia de septiembre 11, 2001- pero ha denunciado la manera en que el debate migratorio se ha concentrado en la persecución de seres humanos. “El problema con el actual debate migratorio es que está creando mucho miedo”, dijo en un comentario en las redes. “[Los inmigrantes perciben] que vienen por ellos. Para mí, una nación que está dispuesta a aceptar a los refugiados, a los lastimados o a los que tienen miedo, es una gran nación. Y nosotros somos una gran nación. Por favor, pongan a un lado esa retórica negativa sobre la inmigración”.

Trump no está escuchando esto ni quiere aprender las lecciones de la historia. Atacar a los inmigrantes es atacar la esencia de Estados Unidos. Casi todos en este país somos inmigrantes o descendientes de inmigrantes.

No debe ser nada fácil estar detrás de esas máscaras negras persiguiendo a tu propia gente. Pero supongo que hay un momento, cuando te la quitas y te ves al espejo, en que sabes, en lo más profundo de tu alma, que algo no está bien.

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