Ciudadano sacrificado
En México, décadas de dictaduras -personales y de un solo partido- dejaron tras de sí un país de ciudadanos imaginarios, clientes en vez de participantes.

Denise Dresser
El escenario fue ancestral: Copal humeante, ministros arrodillados, suplicantes ante Quetzalcóatl para que inspire sus resoluciones. Así fue la ceremonia de toma de posesión de la nueva Suprema Corte. Un rito de cercanía al pueblo, pero que inaugura una liturgia alejada del principio constitucional de la ciudadanía igualitaria, al margen de la etnia o la clase social o el color de piel. La nueva Corte apela al misticismo por encima de la legitimidad legal-racional. Escenifica inclusión mientras separa al pueblo del no-pueblo.
Hugo Aguilar Ortiz, el abogado mixteco y ahora presidente de la Corte, habló de transformar al tribunal en un espacio “pluricultural”, insistiendo en que su papel será “un tribunal no solo de derechos, sino de justicia al servicio del pueblo”. ¿Pero quiénes forman parte del pueblo? Los pueblos originarios, sin duda. Los excluidos, que finalmente se sienten representados, por supuesto. Los militantes de Morena, en primera fila. Pero México es mucho más que esas categorías y esas identidades. México es muchos Méxicos. El México mestizo, el México de los que creen en Quetzalcóatl, y el de aquellos que defienden la laicidad del Estado; el de quienes aplauden los usos y costumbres y el de quienes señalan sus riesgos. El papel de la Corte es ser garante de todos. Del ciudadano, no del pueblo abstracto, o del pueblo definido por el partido-gobierno.
La elección popular de la SCJN, la reducción de salas, la introducción de órganos disciplinarios con mayor control partidista, se hizo bajo el pretexto de democratizar el acceso a la justicia, y acercarla a la gente. Pero al hablar y actuar como lo hacen, los ministros desdibujan años de conquistas previas: Desde el juarismo liberal a la reforma constitucional de 2011 que amplió la universalidad de los derechos humanos. Sustituyen la política de derechos por la política de identidad. Obscurecen la esencia del texto constitucional, que mandata proteger derechos universales, no reverenciar dioses antiguos. El ciudadano se disuelve detrás del humo del copal, convertido en enemigo si no se subordina.
Desde su incubación en la polis griega, el ciudadano ejerce derechos, piensa de manera independiente, y busca controlar al poder abusivo. En México, décadas de dictaduras -personales y de un solo partido- dejaron tras de sí un país de ciudadanos imaginarios, clientes en vez de participantes. La reivindicación del ciudadano como sujeto se dio a la par de luchas por desmantelar el autoritarismo estatal, vía elecciones libres, la construcción de instituciones autónomas, la protección de derechos humanos, el reconocimiento de los derechos de mujeres y minorías políticas y LGBT. Incluso José Merino en una carta abierta publicada en Nexos tras la elección de 2018, lo subrayó: El reto histórico de López Obrador era construir “ciudadanos autónomos”, no súbditos reverentes. Hoy ese defensor del ciudadano es consiglieri de un partido-gobierno que busca extinguir su existencia.
El morenismo ha procurado activamente la sustitución del ciudadano por “el pueblo”. Un pueblo homogéneo, puro, moralmente superior. Un pueblo que “manda” a través del Presidente(a). Un pueblo construido discursivamente para legitimar decisiones, excluir disensos y estigmatizar a quienes se atreven a disentir. Así, quienes no aplauden la reforma judicial son “traidores al pueblo”. Quienes critican la militarización son “adversarios del pueblo”. Quienes defienden los contrapesos institucionales son “enemigos del pueblo”.
Mientras el pluralismo se encoge, la censura crece. Ya hay miembros del monopolio moral en la 4T que proponen “tribunales de la verdad”, argumentan que los medios dañan a la democracia, y encarnan cada vez más a Robespierre. Y buscarán revancha vía la SCJN y el Poder Judicial afín a su afán autoritario. Beatriz Gutiérrez Müller amenazó con ominosa claridad: “(.) entrará en funciones el nuevo Poder Judicial y está la opción real de denunciarlos y que se haga justicia”.
En pocas palabras, justicia a modo con bastón de mando usado como garrote. Y ese bastón, convertido en palo político, desmodernizará al Estado. Producirá una justicia que demanda sacrificios humanos, convierte a la democracia en rito tribal y reemplaza al ciudadano -ese logro tan arduo, tan frágil- con un “pueblo” concebido para hincarse ante el poder. Postrado, de hinojos, como los ministros.
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