Noroña bufón
Un bufón que ha contribuido a la degradación política e institucional del País.

Denise Dresser
Escribo sobre Fernández Noroña como se escribe sobre cualquier bufón del palacio. Un personaje pintoresco que se gana la vida a gritos, confunde la tribuna con un cuadrilátero de box, embrolla el debate con la descalificación y desvirtúa el argumento con la injuria. Escandaliza, entretiene y arranca carcajadas. Ojalá se hubiera conformado con ese papel circense. Pero Noroña ha sido algo peor: Un bufón dañino, corrosivo para la vida pública, tóxico para el Congreso. Un bufón que ha contribuido a la degradación política e institucional del País.
Durante años, me ha difamado. Al menos en nueve ocasiones me ha acusado de ser “espía de la CIA”, distorsionando una referencia en documentos filtrados por Wikileaks, al igual que López Obrador. Nunca respondí porque siempre lo consideré un personaje menor, un gritón con ínfulas de tribuno. La mentira y la difamación son su modus operandi: Repetir la calumnia hasta que parezca verdad, amplificarla en redes, usarla como coartada para desacreditar a cualquiera por encargo.
La lista de episodios que lo definen es larga y reveladora. Ahí está su detención frente a Palacio Nacional en 2007 y sus gritos cuando el Estado Mayor le cerró la puerta; sus pleitos en la Cámara de Diputados, cuando desplegaba pancartas sobre el alcoholismo de Calderón o insultaba a Ruth Zavaleta con misoginia acendrada. Ahí están sus cercos al Senado en 2011, con empujones y golpes; su ojo morado tras encabezar protestas violentas; su “Lady Boing” al negarse a pagar impuestos en un supermercado; su negativa a usar cubrebocas durante la pandemia, provocando la suspensión de sesiones en el INE y los abucheos públicos. Sus desplantes misóginos documentados, y las sanciones del Tribunal Electoral por violencia política de género. Su resistencia a vacunarse, convertida en bandera ideológica. Su tendencia a plantarse frente a edificios y hacer del escándalo un instrumento de trabajo.
Hoy la serie “Los Morenistas Ricos” estrena un nuevo capítulo: La casa en Tepoztlán. Una propiedad valuada en más de 12 millones de pesos, imposible de justificar con su salario. Una casa plagada de irregularidades: Escritura cuestionada, trampa a ejidatarios, contradicciones sobre el crédito contratado. A ello se agrega la revelación de que Noroña recibe “donativos” vía su canal de YouTube, y viola la ley. Mientras sermonea sobre austeridad y acusa a otros de corrupción, el plebeyo vive como príncipe.
En el Senado, donde morenistas auguraban la brillantez, prevaleció la bravuconería. La de alguien con conocimiento de las reglas parlamentarias, pero que las usó de manera facciosa. No para fortalecer el debate democrático sino para debilitarlo. No para garantizar pluralidad sino para burlarse de las minorías políticas, disfrazando la exclusión de rigor procedimental. Y transformó lo que podía haber sido oficio en abuso de poder.
Nunca olvidemos el caso grotesco: Obligó a un hombre que lo increpó en el aeropuerto a presentarse en el Senado para pedirle disculpas públicas. Convirtió una queja legítima en escarnio. Hizo desfilar a un ciudadano común frente a las cámaras, en un acto de humillación prepotente.
Y es un bufón acorde con los tiempos de la degradación. El bufón medieval tenía licencia para ridiculizar al poder; Noroña la usa para ridiculizar a la oposición. El bufón servía de contrapunto simbólico; Noroña es un amplificador servil. El bufón aliviaba tensiones en la corte; Noroña las multiplica en el Congreso. El bufón era cómico; Noroña es ridículo.
Si Morena y Claudia Sheinbaum fueran congruentes con el discurso de honestidad que pregonan, investigarían sus conflictos de interés. Analizarían el tráfico de influencias detrás de su casa en Tepoztlán. Revisarían cómo ha utilizado recursos del Senado y de YouTube para construirse un paraíso sexenal. Pero nada de eso sucederá. En la lógica de la 4T, si cae uno, caen todos.
Fernández Noroña se atascó. Se erigió en el “tribuno del pueblo” mientras se servía recursos del Senado y los amasaba como influencer “creador de contenidos”. Peor aún: El bufón del palacio rompió los puentes institucionales del diálogo parlamentario. Transformó el debate en ring al que “Alito”, otro corrupto, se subió gustoso. Convirtió la tribuna en espectáculo. Y acabará en la memoria histórica como lo que siempre ha sido: No un estadista, no un constructor, no un parlamentario ejemplar. Tan sólo un patético bufón.
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